en el plenamente confortable estado de nuestro cuerpo
leemos a Sartre y las guías telefónicas.
Tomamos en consideración cada temblor de tierra.
Nosotros. Generación de postguerra de tranquilas macetas.
Derivada de irrebatibles cálculos estadísticos.
Inaudible en el ruido inicial.
Enferma de insomnio y parecida a la falena.
Predestinada a la concentración sobre.
Puertas oxidadas conducen a nuestros días
Escaleras que sobrevivieron al criador de canarios.
Cascada de pasos. Entierro con orquesta. Y gritos de cazuelas rotas.
Bajamos despacio. Muy despacio. Con la seriedad del árbol.
Serán las siete de la mañana. El día madura con demasiada exactitud
y a veces tiene sabor a manzana podrida.
Gente del más diverso tipo corre frenéticamente.
De las aceras. De las puertas. De los hoteles. De las bocas. Aquí y allá.
Pensionistas del mundo, locos hasta el codo.
Maldicen. Se detienen pagados en los aparcamientos.
Nosotros envidiamos a quienes
con botas altas de cordones
pasaron por la guerra.
Envidiamos
las noches repartidas en trocitos
entre cascos cansados.
Disparos como fuegos artificiales llevados a la boca.
Vulgares emociones de una repentina salvación.
Aquella madrugada
se sacó en carretillas el miedo de la ciudad
y se barrieron las balas.
Aunque en los rostros el temblor no se había enfriado todavía
se aglutinaron al toque de clarín los escombros y la libertad
y los muros heridos se levantaron para el himno.
La gente aplaudía a la libertad. Se abrían las puertas.
Las mujeres parían niños en los portales:
a nosotros. Como festivos. Llamados antes del alba.
Inmunes al cuerpo. Limpios del ruido de las armas.
Se rendía con nuestro nacimiento un homenaje a los caídos.
Pero el recuerdo acribillado a tiros lo cargamos
nosotros.
Ewa Lipska, incluido en Poesía polaca contemporánea (Ediciones Rialp, Madrid, 1994, selec. y trad. de Fernando Presa González).
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Poema crudo y desgarrado pero profundo y bello, con la profundidad y belleza del alma vivida..
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