Sentadas, la una mira a la otra. La una
delgada y rubia, sencilla en sus ropajes
y en sus miradas; pero la otra, delgada y morena...
Ah, la otra... Los dos ojos cándidos y modestos
se fijan en los otros ojos con ardor. ¿Y nunca
volviste? —Nunca. —¿No la volviste
a ver? —No, querida. —Yo sí: volví;
volví a ver a mis blancas hermanas,
y he vuelto a ver los dulces años que sabes;
¡qué años tan dulces y jóvenes para el corazón...!
La otra sonríe. —Pero di: ¿no recuerdas
aquel huerto cerrado, las zarzas de las moras?
¿Los enebros entre los que silban los tordos?
¿el boj amargo?, ¿qué canto secreto,
misterioso, hablando de una flor, la flor de... ?
—muerte: sí, querida. ¿Y era verdad? Tanto
es así que nunca, nunca, Raquel,
habría pasado cerca de la triste flor.
Porque se decía que esta flor tenía como una miel
que embriagaba el aire; un vapor que baña
el alma con un olvido dulce y cruel.
¡Oh, aquel convento en medio de la montaña
cerúlea! María habla: y su mano
posa sobre aquella de su compañera;
Y la una y la otra miran a lo lejos.
II
Ven. Surge en el azul intenso
del cielo de mayo su monasterio,
pleno de letanías, pleno de incienso.
Ven; y se perfuma su pensamiento
con el olor de las rosas y de los alhelíes,
con un aroma a inocencia y a misterio.
Y rondan los ojos, y a las bocas
ascienden melodías olvidadas allá
sobre los teclados apenas rozados...
¡ Ah, cómo os sonreía hoy en la reja
el querido huésped, de tal manera que feliz
y ruborizada regresaste a los sonoros dormitorios!
Hoy: y hoy más alto, repetía: Ave,
Ave María, vuestra voz en el coro;
Y poco después (pero ¿por qué?) llorasteis...
Ellas lloran en el ocaso de oro,
sin motivo. ¡Cuántas muchachas corren de aquí
para allá en el jardín que se torna blanco!
Blanco de murmullos. En todo momento, ellas
llegan con un rumor de velas al viento. Alguna
se queda sumergida en la lectura de un buen libro.
Aparte de ellas, ágiles y sanas,
un ramo de flores; es más, de dedos
salpicados de sangre, dedos humanos,
secretamente exhala el soplo de sus vidas.
III
¡María! —¡Raquel! Un poco más sus manos
se aprietan. En esa hora han visto
su infancia, sus años queridos y lejanos.
¡Recuerdos tan dulces (sabe todo la una de la otra
en esa muda prisión) que tierno es, y dulce,
ese último saludo que se aleja!
¡María! —¡Raquel! Ésta llora; Adiós, dice
para sí; luego, su grave voz
eleva hacia María, pero no sus negros ojos: «Yo»,
murmura: Sí, olí aquella flor. Sola
estaba con las verdes cetonias. El viento
llevaba olor de rosas y alhelíes.
Yo tenía en el corazón el lánguido fermento
de un sueño que la noche quemaba y que, al alba,
se había apagado en mi ignorante alma.
María, yo recuerdo aquella grave tarde.
El aire estaba traspasado de relámpagos
silenciosos. Ligera me adentré, con prudencia,
sobre los tiernos terraplenes herbosos.
Se pegaban mis pies a esta hierba
espesa. ¿Sonríes? Y oí que me decían: ¡Ven!,
¡Ven! Y fue mucha la dulzura, ¡mucha!
¡Tanta que, ves... (alzó la otra los ojos
con estupor, y vio, y escuchó,
sintiendo un largo escalofrío) se muere!
Giovanni Pascoli, incluido en Antología esencial de la poesía italiana (Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1999, selecc. de Luis Martínez de Merlo, trad. de Antonio Colinas).
Rotundos poemas. Un hallazgo, la verdad.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por compartir