fue conmigo tan cariñoso y fiel como tú.
Aún antes que mi madre me tomara en sus brazos
y bebiera en sus senos, me abrazabas tiernamente,
y vertiste en mi naciente pecho,
con el soplo sagrado, tu elixir celestial.
A los seres no les basta para crecer el alimento
terreno. Pero tú los nutres a todos con tu néctar, oh Padre.
Y el aire vivificante que surge de tu eterna plenitud,
corre a raudales por todos los vasos de la vida.
Y así, todos los seres te quieren, te buscan,
y, durante su feliz crecimiento,
se esfuerzan sin cesar por llegar hasta ti.
¡Divino! ¿No te busca con sus ojos la planta?
¿No te tiende sus tímidos brazos la maleza?
Para unírsete, la semilla cautiva rompe su vaina.
Para bañarse en tus vivificantes ondas
el bosque sacude su manto de nieve,
como si fuera un ropaje inoportuno.
Hasta los peces saltan a la superficie del agua
y brincan, ávidos, fuera del espejo centelleante
del río, como si también ellos quisieran
dejar su cuna para ascender a ti.
Y los nobles animales terrestres cobran alas
cuando el potente impulso de su secreto amor por ti
los domina y los solivianta.
El soberbio corcel desdeña el suelo y tiende,
como un arco de acero, su pescuezo en el aíre,
mientras su casco apenas va tocando el suelo.
La pezuña del ciervo sólo como jugando roza
la brizna de hierba, y leve como céfiro
atraviesa de un salto el espumoso arroyo
que se despeña, y mientras salta de una orilla a otra,
apenas se le ve entre los matorrales.
En cambio, los pájaros, favoritos del Éter,
habitan y juegan alegres en el palacio eterno
de su Padre. Hay allí lugar para todos,
la senda de ninguno está trazada. Y libres,
grandes y pequeños revolotean en la morada.
Oigo sobre mi cabeza su gozoso clamoreo,
y mi corazón, presa de un extraño anhelo,
se siente atraído por ellos. Pareciera
que un dulce país me llamara desde lo alto.
Querría trepar a las cumbres de los Alpes
y allí suplicar al águila veloz, que antaño
puso en brazos de Zeus al niño bienamado,
que me arranque de mi cautiverio
y me transporte al palacio del Éter.
Nosotros, insensatos, damos vueltas en vano
por la tierra. Y como la vid, cuando se ha roto
la estaca que al cielo guiaba sus sarmientos,
también nosotros vagamos por los caminos,
con el deseo incesante de entrar en tus jardines.
Nos arrojamos sobre las olas de los mares,
tratando de saciarnos en espacios más abiertos,
y el oleaje infinito juguetea con nuestra nave
y el corazón se regocija ante las fuerzas
del dios del mar. Sin embargo, nada nos satisface.
Un piélago más hondo nos llama con ondas
más sutiles. ¡Oh, quién pudiera llevar nuestro errante barco
a esas riberas de oro, allá en lo alto!
Pero mientras yo sueño con vagas lejanías
donde con tu onda azulada enlazas ignoradas orillas,
tú mismo, ¡Éter!, desciendes susurrante
de las cimas florecidas del huerto. Y así revivo,
dichoso como antes, con las flores de la tierra.
Friedrich Hölderlin, incluido en Poesía completa (Titivillus, Epublibre, 2015, trad. de Federico Gorbea).
Otros poemas de Friedrich Hölderlin
Toca aquí para ir al Catálogo de poemas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tomo la palabra: