Lento es el mulo. Su misión no siente.
Su destino frente a la piedra, piedra
que sangra
creando la abierta risa en las
granadas.
Su piel rajada, pequeñísimo triunfo
ya en lo oscuro,
pequeñísimo fango de alas ciegas.
La ceguera, el vidrio y el agua de tus
ojos
tienen la fuerza de un tendón oculto,
y así los inmutables ojos recorriendo
lo oscuro progresivo y fugitivo.
El espacio de agua comprendido
entre sus ojos y el abierto túnel,
fija su centro que le faja
como la carga de plomo necesaria
que viene a caer como el sonido
del mulo cayendo en el abismo.
Las salvadas alas en el mulo
inexistentes,
más apuntala su cuerpo en el abismo
la faja que le impide la dispersión
de la carga de plomo que en la entraña
del mulo pesa cayendo en la tierra
húmeda
de piedras pisadas con un nombre.
Seguro, fajado por Dios,
entra el poderoso mulo en el abismo.
Las sucesivas coronas del desfiladero
—van creciendo corona tras corona—
y allí en lo alto la carroña
de las ancianas aves que en el cuello
muestran corona tras corona.
Seguir con su paso en el abismo.
Él no puede, no crea ni persigue,
ni brincan sus ojos
ni sus ojos buscan el secuestrado asilo
al borde preñado de la tierra.
No crea, eso es tal vez decir:
¿No siente, no ama ni pregunta?
El amor traído a la traición de alas
sonrosadas,
infantil en su oscura caracola.
Su amor a los cuatro signos
del desfiladero, a las sucesivas
coronas
en que asciende vidrioso, cegato,
como un oscuro cuerpo hinchado
por el agua de los orígenes,
no la de la redención y los perfumes.
Paso es el paso del mulo en el abismo.
Su don ya no es estéril: su creación
la segura marcha en el abismo.
Amigo del desfiladero, la profunda
hinchazón del plomo dilata sus
carrillos.
Sus ojos soportan cajas de agua
y el jugo de sus ojos
—sus sucias lágrimas—
son en la redención ofrenda altiva.
Entontado el ojo del mulo en el abismo
y sigue en lo oscuro con sus cuatro
signos.
Peldaños de agua soportan sus ojos,
pero ya frente al mar
la ola retrocede como el cuerpo
volteado
en el instante de la muerte súbita.
Hinchado está el mulo, valerosa
hinchazón
que le lleva a caer hinchado en el
abismo.
Sentado en el ojo del mulo,
vidrioso, cegato, el abismo
lentamente repasa su invisible.
En el sentado abismo,
paso a paso, sólo se oyen,
las preguntas que el mulo
va dejando caer sobre la piedra al
fuego.
Son ya los cuatro signos
con que se asienta su fajado cuerpo
sobre el serpentín de calcinadas
piedras.
Cuando se adentra más en el abismo
la piel le tiembla cual si fuesen
clavos
las rápidas preguntas que rebotan.
En el abismo sólo el paso del mulo.
Sus cuatro ojos de húmeda yesca
sobre la piedra envuelven rápidas
miradas.
Los cuatro pies, los cuatro signos
maniatados revierten en las piedras.
El remolino de chispas sólo impide
seguir la misma aventura en la
costumbre.
Ya se acostumbra, colcha del mulo,
a estar clavado en lo oscuro sucesivo;
a caer sobre la tierra hinchado
de aguas nocturnas y pacientes lunas.
En los ojos del mulo, cajas de agua.
Aprieta Dios la faja del mulo
y lo hincha de plomo como premio
Cuando el gamo bailarín pellizca el
fuego
en el desfiladero prosigue el mulo
avanzando como las aguas impulsadas
por los ojos de los maniatados.
Paso es el paso del mulo en el abismo.
El sudor manando sobre el casco
ablanda la piedra entresacada
del fuego no en las vasijas educado,
sino al centro del tragaluz, oscuro
miente.
Su paso en la piedra nueva carne
formada de un despertar brillante
en la cerrada sierra que oscurece.
Ya despertado, mágica soga
cierra el desfiladero comenzado
por hundir sus rodillas vaporosas.
Ese seguro paso del mulo en el abismo
suele confundirse con los pintados
guantes de lo estéril.
Suele confundirse con los comienzos
de la oscura cabeza negadora.
Por ti suele confundirse, descastado
vidrioso.
Por ti, cadera con lazos charolados
que parece decirnos yo no soy y yo no
soy,
pero que penetra también en las
casonas
donde la araña hogareña ya no alumbra
y la portátil lámpara traslada
de un horror a otro horror.
Por ti suele confundirse, tú, vidrio
descastado,
que paso es el paso del mulo en el
abismo.
La faja de Dios sigue sirviendo.
Así cuando sólo no es chispas, la
caída
sino una piedra que volteando
arroja el sentido como pelado fuego
que en la piedra deja sus mordidas
intocables.
Así contraída la faja. Dios lo
quiere,
la entraña no revierte sobre el
cuerpo,
aprieta el gesto posterior a toda
muerte.
Cuerpo pesado, tu plomada entraña,
inencontrada ha sido en el abismo,
ya que cayendo, terrible vertical
trenzada de luminosos puntos ciegos,
aspa volteando incesante oscuro,
has puesto en cruz los dos abismos.
Tu final no siempre es la vertical de
dos abismos.
Los ojos del mulo parecen entregar
a la entraña del abismo, húmedo
árbol.
Árbol que no se extiende en acanalados
verdes
sino cerrado como la única voz de los
comienzos.
Entontado, Dios lo quiere,
el mulo sigue transportando en sus ojos
árboles visibles y en sus músculos
los árboles que la música han
rehusado.
Árbol de sombra y árbol de figura
han llegado también a la última
corona desfilada.
La soga hinchada transporta la marea
y en el cuello del mulo nadan voces
necesarias al pasar del vacío al haz
del abismo.
Paso es el paso, cajas de aguas, fajado
por Dios
el poderoso mulo duerme temblando.
Con sus ojos sentados y acuosos,
al fin el mulo árboles encaja en todo
abismo.
José Lezama Lima en La fijeza (1949), incluido en Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000) (Galaxia Gutenberg Círculo de lectores, Barcelona, 2002, selecc. de Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, Blanca Varela y José Ángel Valente).
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