lentamente del traspatio.
Como el foso en el fondo del agua
nuestra cocina se llenó de bruma.
Silencio. Casi se yergue lerdamente
y repta el cepillo de fregar;
encima de él, un pedacito de pared
medita si quedarse o desprenderse.
La noche se detiene en trapos grasientos,
suspira la noche en el cielo,
se sienta al borde de la ciudad.
Se dirige vacilante a través de la plaza;
enciende un poquito de luna para que arda.
Las fábricas están
paradas, como ruinas,
pero dentro se fabrica la más densa oscuridad,
el fundamento del silencio.
Y a las ventanas de las hilanderías
desciende en un haz
el rayo de luna.
La suave luz de la luna es el hilo
en los surcos de los telares,
y hasta la mañana, mientras recesa la labor,
las máquinas tejen a disgusto
los sueños fugaces de las tejedoras.
Y más allá, como un cementerio con arcos,
fábricas de hierro, de cemento, de tornillos.
Resonantes criptas familiares.
Estos talleres guardan el secreto
de una sombría resurrección.
Un gato araña en la cerca,
y el sereno, supersticioso,
ve fantasmas, rápidas señales de luz,
los dínamos de lomos de insecto
brillan fríamente.
Silbido de tren.
La humedad tantea en la penumbra,
en el follaje del árbol derribado,
y hace más pesado
el polvo del camino.
En el camino un policía; un obrero hablando solo.
Algún camarada se desliza
con sus hojas volantes.
Olfatea adelante como un perro
y como un gato afila hacia atrás las orejas.
Cada lámpara le impone un rodeo.
La boca de la taberna vomita una luz podrida,
su ventana vomita un charco;
dentro, se mece una lámpara ahogada,
sólo está en vela un jornalero,
el tabernero dormita, jadeante.
El obrero muestra los dientes a la pared,
su pena hierve de rabia impotente,
llora. Aclama a la revolución.
Como el metal enfriado, rígidas son
las aguas crujientes.
El viento es un perro errabundo
cuya gran lengua colgante toca el agua
y traga agua.
Colchones de paja nadan como balsas,
nadan silenciosos en la corriente nocturna.
El almacén es una barca varada,
la fundición es un bote de hierro
y el vaciador sueña un bebé rojo
en los moldes metálicos.
Todo está húmedo, pesado.
El moho dibuja el mapa
de los países de la miseria.
Y allá, en los campos áridos,
hay trapos y papeles en las yerbas harapientas.
¡Cómo quisieran reptar! Se estremecen,
pero no tienen fuerzas para andar.
Tu viento húmedo, pegajoso,
es como el ondear de sábanas sucias,
¡oh, noche!
Pendes del cielo como un colgajo de algodón
en una cuerda, y como la tristeza en la vida,
¡oh, noche!
¡Noche de los pobres!, sé mi carbón,
humea aquí, en mi corazón,
funde el hierro dentro de mí,
un yunque sólido, irrompible,
un martillo atronador,
una silbante espada para la victoria,
¡oh, noche!
Grave es la noche, espesa.
Yo también voy a dormirme, pues, hermanos.
Que el sufrimiento no pese en nuestras almas.
Que los insectos no castiguen nuestros cuerpos.
Attila József, incluido en Cincuenta poemas de quince poetas húngaros del siglo XX (Izana Editores, Madrid, 2012, selec. de András Simor, versión de Fayad Jamis).
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