Yo escribí una señal de humo fugaz sobre las Islas—
y estuve nueve años parado en un pasillo
esperando que un funcionario le diera el visto bueno.
Yo estuve en Moscú — unos veintiséis grados bajo cero—
entre la muerte de Chernenko y la de Andropov—;
el aduanero me gritó, como a un bandido,
en ruso, por supuesto; y los que iban conmigo
le encontraron razón —
yo era, también para ellos, sospechoso,
y me lo hicieron saber; en español bien claro,
por supuesto —; allí quise tener dos alas,
pero eso no lo entiende la policía del mundo,
y me metieron en un taxi
entre dos poetas de Tropas Especiales —;
yo recité "nuestros ministros son nosotros" —:
el Agregado Cultural me miró como se mira a un muerto.
Yo me morí el 20 de marzo de 1987.
Es decir, tres años después de esa mirada —
que me mortificó igual que un Permiso de Salida.
Yo estuve en París —
en el Bicentenario de la Revolución Francesa.
Me cayeron encima cuatro fusilados de adentro
(hablo de Cuba, ya Ud. sabe),
bultos envueltos en periódicos, y los otros,
los muertos de Tianiamen que ya no verían
las pirámides que ahora tenía El Louvre.
Yo estaba solo y loco y aterido —
y una amiga me hablaba de la Francia Profunda.
Después, no sé, pasaron tantas cosas.
Hoy trato de hablar sin subterfugios —
los esbirros me miran con los ojos de alguna vaca
sucia. Mi madre, que se murió temprano,
viene y me dice quedo: "No hallan qué hacer contigo".
Pero ellos sí lo saben;
seguro me mostrarán los instrumentos —
eso, como la bomba de Cohen, forma parte de la función:
no está nunca obsoleto.
Ángel Escobar, incluido en Poesía Cubana. Antología esencial (Visor Libros, Madrid, 2011, ed. de Víctor Rodríguez Núñez).
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