El kimono de seda de mi madre colgado en la puerta de su cuarto
en la casa a la que todos se mudaron después de la guerra
— su hermano consentido se lo trajo al regresar y el mundo,
contaba, se había vuelto plano y viejo en un segundo.
Mi padre me relató cómo comenzaron los temblores
cuando ella se lo puso para él, rojos azules dorados los fulgores.
Estaba ya raído, apolillado, cuando llegó a la casa
en la que yo nací. Nada dura para siempre, decía mi padre,
pero estaba equivocado. Yo tengo una imagen en la mente
— casas que se doblaban como árboles por un instante,
ondulando, enderezándose luego, ya sin muros, sin ventanas,
un pueblo que en una racha cálida se recuesta en silencio, ya en calma—
que ha permanecido desde la primera vez que la vi. ¿Lo captas?
Después de eso nada parecía muy sólido. Segura como una casa
se dice a veces, ¿pero qué es lo que vale la pena asegurar?
Yo habría podido desperdigar trozos de cuerpos pero hallé alternativas.
Escuché las protestas que venían del lodo
y me vi allí, con las manos abiertas, queriéndolo todo.
La vía rápida que me sacó de mi calle, fuera de las hileras
de casas, la pista interna que me llevó a los clubes y restaurantes
y cavas de champaña debajo de la Bolsa, a nivel de las coladeras,
intensos fines de semana, polvo hilarante con herederas
en remedos de casas de campo, y el mismo viejo acorde,
el mundo pasando de los que sueñan a los realizadores
por primera vez en años. Pero lo que vi aquel día
en el parque Saint James también se me grabó:
árboles grandes como casas derribados con una facilidad
desenfadada por un megaviento, los sistemas de raíces de pronto a la luz,
íntimos, intrincados, ocultos durante siglos, de verdad
— las obras expuestas mientras la gente miraba en otra dirección...
Cambiaban la bandera, o rendían honores a la guardia,
un clarín resonó, un tambor redoblaba con brío
y todo se detuvo expectante, esperando a que las capas
y los bronces de la Caballería Local abrieran camino
— un espectáculo de artillería de puta madre, un grito de poder,
todos los caballos del rey y todos los hombres del rey
alineados para demostrar ante un millón de obturadores
que a pesar de los malditos barbones locos en los arrabales,
Inglaterra era aún Inglaterra, tan jodidamente vieja,
tan jodidamente justa... Sus reglas del juego me dieron lo mismo,
sus palabras, su confianza, sus tradiciones familiares.
Me lancé con todo y alcancé uno de los mejores lugares.
Mantenía dos casas, una esposa, una chica del barrio
que compré con una pulsera hecha de metal barato.
Y entonces pasó, exactamente como antes había sucedido:
la Bolsa por tierra, los precios yéndose al abismo
y para cuando el terremoto se sintió en Singapur, yo
ya había visto, cero tras cero tras cero, el futuro.
En un mundo de alto octanaje, uno no se esfuma así nada más,
te calcinas lento y te hundes en caída libre —Dios mío, los faxes,
los veleros y cuartos de hotel, Kuala Lumpur, Mandalay...
Su nuevo kimono por el piso como un estanque de seda
y yo sentado, fumando, calculando los impuestos y la deuda.
Hundí la casa, los papeles son acciones, es la guerra.
Alan Jenkins en Tke Drift (2000), incluido en La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas (Trilce Ediciones, México, 2000, selec. y trad. de Carlos López Beltrán y Pedro Serrano).
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