De noche fui a la orilla del río
para despedirme de un amigo.
Sentía el melancólico susurro
de la hojas de los arces
y de las flores de los juncos.
Bajé del caballo.
Ya me esperaba en la barca.
Levantamos las copas y apuramos.
¡Qué lástima no tener
laúdes y flautas
para aprisionar el instante!
El vino no nos dio alegría.
Bajo una luna bañada
en la inmensidad del agua
íbamos a separamos,
tristes, cuando de repente
nos llegaron cautivantes
dulces voces de un laúd
y fuimos retenidos.
Preguntamos en voz baja
quién lo pulsaba.
Cesó la música
sin adelantar respuesta.
Aproximamos la barca.
De nuevo encendí la lámpara.
Volvimos a poner la mesa;
llenamos de vino las copas,
y a la tañedora invitamos.
Sólo tras ruegos repetidos
apareció, con el laúd en los brazos,
y medio cubierto el rostro.
Templa las cuerdas
y, aún sin interpretar,
llena el espacio de emoción.
Una a una vibran de tristeza,
y cada acorde es un lamento
de indescriptibles sufrimientos.
Inclinando la cabeza,
ella sigue tocando,
y así se desahoga
de infinitas penas.
Ora puntea las cuerdas,
ora las rasga;
tañidos fuertes,
después ligeros.
Primero nos endulza
«Vestido de Arco Iris»,
y luego «Verde Cintura».
De las cuerdas gruesas
se desata una furiosa tormenta,
y de las delgadas,
el alegre murmullo de muchachas.
Notas sonoras se mezclan
con susurrantes notas.
Perlas grandes y pequeñas
caen en un plato de jade,
y en medio de frescas flores
trinar y trinar alegres.
Por debajo del límpido hielo,
vienen sollozos de un arroyo.
Congélanse y cesan luego.
¡Qué tristeza más profunda
mora en el fondo del alma!
Por instantes el silencio
expresa más que la música.
De pronto, quebrado jarrón de plata
y agua esparcida, cristalina.
Oigo el galope de corceles
y furiosos ruidos de sables y jinetes;
la ejecución termina.
Por entre las cuerdas
que suenan como al rasgarse
una tela de seda,
el plectro se retira.
De silencio están cubiertas
las dos barcas.
Sólo la luna plateada
yace en el centro del río.
Indecisa, la tañedora
guarda el plectro.
Se estira la ropa,
grave la expresión,
se levanta y dice:
«Nací en la capital;
vivía mi familia
cerca del Mausoleo Siamo.
A la edad de trece
aprendí a tañer el laúd,
y mi nombre estaba en la lista
de las tañedoras más destacadas.
Cada vez que interpretaba,
los maestros me prodigaban elogios,
y con mi bello rostro
me convertí en la envidia
de las artistas celebradas.
Los jóvenes ricos se disputaban
por galantearme y obsequiarme.
Para escuchar una sola pieza
me regalaban con seda abundante;
quebraban, para llevar el compás,
mis horquillas floreadas de plata,
y el vino que derramaban
regaba mi falda púrpura.
Entre acordes y risas
un año siguió al otro.
Pasó el viento de primavera.
Se ocultó la luna de otoño.
El ejército se llevó a mi hermano,
y la muerte, a mi tía.
Se marchitó la flor de mi vida.
Cada vez menos carruajes
se estacionaban frente a mi puerta.
Casé con un comerciante,
quien me trajo a esta aldea.
La separación le importa nada:
a él sólo le atraen las ganancias.
Salió a comprar el mes pasado,
dejándome sola en la barca,
acompañada de la luna
y el gélido río.
Muchas veces, en las noches avanzadas,
sueño con mis felices tiempos pasados,
y corren las lágrimas
como por arroyuelos rosados.»
Escuchando la ejecución,
me penetraba su lamento,
y la desconsolada narración
me carga un pesado dolor.
Estamos en orfandad de la suerte,
y para comprendernos
nos basta un solo encuentro.
«Abandoné la capital el año pasado,
y vine desterrado, enfermo.
En este lugar apartado
no oí ni una canción hermosa
desde tan largo tiempo.
Vivo a la orilla del río,
en húmedo y bajo paraje;
mi casa está rodeada
de cañas amargas
y amarillos juncos.
A mis oídos sólo llegan
desgarradores lamentos de cucos
y aullidos melancólicos de monos.
En las florecientes mañanas de primavera
y en las otoñales noches de luna,
ante una jarra de vino, bebo solo.
Aunque se oyen coplas y flautas,
son feas y me desagradan.
Esta noche me ha sido deleitante
al escuchar su interpretación.
Me purificó el corazón
y me parecieron melodías
de las divinidades.
Le ruego que nos toque algo más.
Improvisaré un poema titulado
La Tañedora del Laúd
y a usted va dedicado.»
La bella dama, conmovida,
permanece de pie largo rato.
Luego se sienta
y, con cadencias aceleradas,
pulsa las cuerdas.
Vibran tan desconsoladas,
que arrancan a todos lágrimas.
El que compone este poema,
bañada su túnica,
es quien llora con más tristeza.
Bai Juyi, incluido en Poesía clásica china (Ediciones Cátedra, Madrid, 2002, ed. y trad. de Guojian Chen).
Otros poemas de Bai Juyi
Pincha para ver la lista de poemas incluidos en el blog
Toca aquí para ir al Catálogo de poemas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tomo la palabra: