En un giro que es a la vez una forma de continuación con sus entregas anteriores, Francisco Leal se detiene en Cortina de humo (Editorial Fuga, Santiago de Chile, 2011) en la contemplación obsesiva de los objetos y los procesos que estos sufren. Un libro cuya mayor virtud pareciera la de haber sido escrito por control remoto, ya que la temperatura exacta en que se cuecen estos “materiales” (título de uno de sus poemas) es indicativa del distanciamiento que impera en el tono de su escritura, en Cortina de humo no hay aquí expresiones de un yo angustiado ni tampoco introspecciones épicas, oxímoron de por medio, que intenten hacer pasar sus meditaciones cívicas por arrebatos de poesía.
En este libro de Leal, en cambio, nos adentramos en la mirada microscópica de las cosas y los animales y los sujetos que pueblan estas páginas. La mirada neutra se preocupa de concederle pocos nombres a sus protagonistas, tildados de tales a falta de un nombre mejor, ya que es difícil imaginar a los anónimos personajes de estas páginas más allá de las acciones que llevan a cabo, verdaderos actores de Cortina de humo. En general, la morosidad del decir en este conjunto intenta poner de manifiesto el afán desfamiliarizador, antinaturalista que hay en la aproximación de Leal a sus hechos representados. El ritmo entrecortado, sin ir más lejos, las espaciadas estrofas a todo lo largo de la página, son indicadores para nosotros de una construcción del poema que se cuestiona desde un inicio a sí misma.
En consonancia con lo anterior, toda la primera parte de este libro, “La Xipe Totec” (nombre de una deidad azteca), profundiza en esa extrañeza de la percepción que en su etapa más aguda afirma la imposibilidad de la experiencia, o la artificialidad de la misma, su propia degradación. Me explico: Xipe Totec, dios azteca cuyo nombre a grandes rasgos significa “nuestro señor el desollado”, es en este conjunto algo semejante a un arquetipo, una metáfora que engloba distintos campos semánticos que recorrerán las páginas de Cortina de humo. Xipe Totec representa “la superficie terrestre, de lo árido e inerte, en lo húmedo y vivo. Es el dios del renacimiento de las plantas, pero también del oro, de la arena pálida y del color amarillo, que conserva el germen de la humedad, de la vida y del color verde” (Gabriel Pareyón). Pero asimismo, Xipe Totec era el dios que propiciaba el reverdecer de los campos, el renacimiento de la piel del mundo así como el patrono de la orfebrería. Su culto no estaba exento de sacrificios humanos. Se le consideraba responsable, también, de enfermedades oculares y de la piel. Su nombre también va asociado con el desbrozamiento de la tierra (para prepararla para la siembra), cuya “piel” debe ser arrancada en vista de su posterior renacimiento.
En esta primera parte del libro de Leal, al menos tres de sus cinco poemas refieren directamente al envoltorio de nuestros cuerpos, a aquello que lo cubre, protege y/o aísla. El título del primer poema, “El desollado”, no hace más que explicitar la perspectiva que predomina en el libro, las capas de piel que cubren otras capas de piel, el centro huidizo de una esencia anhelada y al mismo tiempo inencontrable. En el caso de este texto en particular, se trata de lo que en el español de Chile se conoce como palta y en otras zonas de Latinoamérica es un ahuacate, que en lengua náhuatl es el árbol y el fruto de ese árbol, pero también significa testículo.
El pan que se prepara con testículos/aguacate es muchísimo más sabroso en este poema. El testículo-aguacate, como fuente de vida, mejora los alimentos. Pelar la palta/aguacate, desollarla, nos conduce entonces al centro de la vida. Desbrozando y/o pelando, quitándole la piel, acercándonos al centro, llegaremos y/o volveremos a la esencia. La generación y la regeneración de vida estarían muy bien explicadas entonces en este texto, salvo porque este afán de retorno hacia un improbable origen es inmediatamente puesto entre paréntesis por los textos que vienen a continuación. El cuerpo como una especie de entidad que no termina en sí mismo sino que encuentra su extensión degradada en aquello que lo rodea y se deteriora al igual que su materia, será aquello en torno lo cual giren gran parte de estos textos. Cremas faciales provenientes de frutos de la naturaleza, abrigos de todo tipo –incluidas las frazadas eléctricas– que manejan nuestra temperatura (y asociamos, sin embargo, con el calor hogareño), bálsamos y shampoo como sinónimo de limpieza. No deja de ser paradójico que buena parte de estos poemas que rondan en torno a los límites de la corporalidad estén agrupados en una sección titulada “Privados/Interiores”, como si esa misma privacidad que asociamos con un humanismo que data de antes del sicoanálisis llevara en sí las señas de una interioridad que definiría al sujeto representado. Pero los poemas nos muestran todo lo contrario, el baño que toma el cuerpo en uno de los textos es un baño que se toma por partes, como si el fragmento precediera al todo, como si, de hecho, no existiera ese todo. No se trata, sin embargo, de ingenua y simplemente contraponer naturaleza versus cultura, o medio ambiente versus ciencia, como si la realidad de hoy pudiera entenderse de manera binaria y maniquea.
Por el contrario, la sutileza de este conjunto radica en que es capaz de entender la presencia distorsionada de lo real, esa hiper-realidad que ha terminado por acabar con lo real. Así como la posibilidad de contar con noticias instantáneas y vía satélite de todos y cada uno de los rincones del mundo ha terminado por sumirnos en la indiferencia ante esas mismas noticias, indiferencia que inaugurara la transmisión en directo del bombardeo de Bagdad en la primera Guerra del Golfo, semejante a un video juego donde la muerte es un hecho que no traspasa la pantalla, del mismo modo en los poemas de Leal los atenuantes de la realidad han terminado por reemplazarla. Los analgésicos, las cubiertas –chalecos, bufandas, abrigos sintéticos, frazadas eléctricas, pero también: la piel artificial, Xipe Totec, los órganos donados, etc.–, el sueño nocturno logrado a punta de pastillas, ocupan una parte tan importante de nuestro panorama que son, a fin de cuentas, el panorama.
Por eso la sinestesia de tercer o cuarto grado en algunos de los poemas al final de libro se siente como resultado natural de lo que venía ocurriendo desde un principio en Cortina de humo. Así por ejemplo, en “Ablandar los locos”, uno de los últimos poemas del conjunto, presenciamos esa ceremonia gastronómica, folklórica y tradicional a la que más de alguno habrá asistido y que consiste en aporrear los moluscos contra el suelo u otra superficie dura, generalmente una vez llegado el bote de pesca al muelle. Cuando el hablante del texto mezcla este ejercicio típico de la cocina chilena con el altercado doméstico, con la violencia dentro de la cocina de la casa como una versión envilecida del otro ablandamiento, vemos cómo se fusionan el ejercicio del pescador con las disputas de parejas, cómo esos moluscos que empiezan a perder su complexión producto del necesario aporreo, son un contrapunto de los huesos rotos de aquellos que resuelven sus disputas caseras a través de los golpes.
Del mismo modo, “Estrellas fugaces”, el último poema, confunde premeditadamente los insectos que se estrellan en el parabrisas de un auto en una carretera, con las estrellas fugaces del cielo. Una transformación que redunda en una experiencia mediatizada, el parabrisas como separación, barrera y, a la vez, como única forma de acceder al universo supuestamente impoluto y virgen de una naturaleza que a todas luces se ha tornado inalcanzable.
Nada de esto, sin embargo, tendría ningún sentido si Francisco Leal no se hubiera valido de los mecanismos de representación de los que se vale para alcanzar su objetivo. La dispersión gráfica del poema, su ritmo entrecortado que no permite una lectura fluida sino, por el contrario, llena de obstáculos, el tono de un informe antes que el de un poema “lírico”, son, entre otros, los medios que le permiten al hablante de este conjunto la expresión o más bien el registro de un entorno que no cuenta entre sus características el arraigo, aunque nos sea, sin embargo, fantasmáticamente familiar.
Case Western Reserve University
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