¿Adónde, adónde llega
la piel de lo infinito?...
Si después de haber dado,
los límites que el cuerpo
con sombra o con dolor me dibujaba,
hoy, más preso de mí, más diminuto,
temerosa semilla sólo entrego,
infecunda y opaca
-pupila ciega-, carne del infierno:
¿dónde, por dónde el viento se derrama?
Fuera de mí ¿qué mano mueve al sol
que así le ordena
su ritmo cotidiano y amoroso?
¿Quién abrió la semilla,
imperceptible apenas en su olvido,
para subir tan lentamente el árbol
y tan jugosamente, el fruto al cielo?
¿Qué misteriosa luz condujo al hombre
hacia la blanca harina;
la dulce melodía;
la paz del sueño, el fecundar glorioso?
A la cauta serpiente ¿quién la indujo
a su mudo saber y a su veneno?...
No sé quién dijo al pájaro
que, al abrirse, un volar se presentía
sin herencia al dolor de la distancia.
El pez, tan soñador,
tan físico y prudente,
jamás pudo saber la altura
que mueve al corazón que le acompaña.
Y hasta a la misma yerba que arroja el mar,
el alga perezosa,
no sé quién le mostró
tan justo el reposar sobre la orilla
bajo el rayo de sol, su compañero,
que blando la acaricia,
la pudre y la devora.
Antes, esta ignorancia era yo mismo
y su conocimiento mi figura.
Por temor a la muerte o al olvido,
rompí la caja que me dio la vida
y sin cuerpo nací; que era yo el mundo,
su gracia y su razón y aun su conciencia.
Hoy, tanto me miré, tanto he salido,
que he vuelto a ver sus nombres separados.
He visto el mío, al fin, tan diminuto,
que al volver a nacer me encuentro ciego.
Pero... ¿en dónde está, pues, el Infinito?...
Emilio Prados en Jardín Cerrado (Ediciones Cátedra, Madrid, 2000).
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