es sopa casera, o un parche en la rodilla
del mono del bebé.
Cosas que no podrías llamar poemas.
Cosas que se desparraman en la cabeza,
que se tragan
tardes enteras, sobrecargan la semana
hasta que se le ha ido del todo el elástico —
tanto
que ni siquiera hace un chasquido al romperse.
Y una semana pasada es
justo igual que la bolsa informe
de otra. Meses llenos de las mismas,
con las nuevas acercándose en la cinta y
llenándose de los mismos trastos: juguetes
bajo la cama, rodajas de berenjena sudando
sobre la tabla del pan, la lavadora
vomitando jabonaduras al retrete, calcetines
secándose en el radiador y cayéndose
por detrás donde el polvo permanece peludo y
lleno de sí mismo... ¡El polvo!
lo que podría contaros acerca
del polvo. Cómo se come las cosas —
lápices, capuchones de bolígrafos,
ovejas de plástico, cuadrados de abecedario.
Cómo teje capullos
en torno a ellas, aglutina y
asfixia todo cuanto se extravía en
sus dominios — botones,
peniques, canicas — y luego
cómo levanta, en una sola pieza,
pieles de polvo
gruesas como el mejor terciopelo
en la parte inferior de la fregona.
A veces
lo mejor que puedo hacer
es mantenimiento: lo comido
sustituido por lo presto a ser comido, lo crudo
por lo cocido, lo manchado de líquido
por lo lavado y secado, lo rasgado
por lo remendado; cajas de cartón vacías
lanzadas escaleras abajo al sótano, las
latas apiladas en el estante, escombros
sellados dentro de monstruosas bolsas verdemoco
a la espera del basurero.
Y os contaré lo que
normalmente no te cuentan: no hay ninguna poesía
en ello. No hay poesía
en rascar cemento de la bandeja de la silla del bebé
con un cuchillo de cocina torcido, o en tratar de pescar
con el mango de una escoba detrás de la nevera
una pelota allí alojada. Ninguna en la pila
que está siempre llena, ocultando su cargamento
de loza bajo una cabeza
de jabonaduras grasientas. ¿Quizás habéis oído
que hay compensaciones? Eso también
es un mito. Las cosas no son de ese modo.
Los planos son diferentes. Incluso aunque haya
momentos cada día que te cogen del corazón
y le devuelven la agitación de la danza, de aquélla
cuyo ritmo perdiste, en algún lugar años atrás, — incluso
aunque en la mirada clara de tal momento atrapes
una vislumbre de la única cosa que vale la pena buscar —
llamar a esto compensación, es degradar.
Los planos son diferentes. Y es el
otro, el llamado mantenimiento,
el que más me hace gritar.
Me refiero a la rutina,
que empantana la mente, voz, manos
con cosas que no podrías llamar poemas.
Me refiero al hilo que se parte.
Al polvo entre
las teclas de la máquina de escribir.
Robyn Sarah, incluido en Antología de la poesía anglocanadiense contemporánea (Los libros de la frontera, Barcelona, 1985, selec. y trad. de Bernd Dietz).
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