domingo, 12 de enero de 2025

Poema del día: "Fin de marzo", de Elizabeth Bishop (Estados Unidos, 1911-1979)


Hacía viento y frío, y no era el mejor día
para dar un largo paseo por la playa.
Todo tan apartado, tan distante
y retraído: lejos la marea, recogido el océano,
solas o en pares las aves marinas.
El frío, desordenado viento marino
entumecía la mitad de nuestro rostro;
interrumpía las formaciones alineadas
de los gansos canadienses
y nos devolvía el casi imperceptible sonido
del oleaje vertical y su brisa acerada.

El cielo, más oscuro que el agua,
era color jade, como sebo de carnero.
Con botas de goma seguimos las huellas
de los perros en la húmeda arena, enormes huellas (tan grandes
que parecían más de león). Recorrimos
distancias infinitas en un irisada línea blanca,
que abandonaba el oleaje para hundirse
una y otra vez, hasta desaparecer:
una espesa maraña blanca, de estatura humana, a flote,
alzándose en cada ola, como un fantasma empapado
que de pronto se precipitaba hasta deslavarse…
¿hilo de cometa? Pero sin cometa.

Quería llegar a la casa de mi protosueño,
mi criptosueño, aquella caja torcida
sobre pilares, de tejas verdes,
algo parecido a una alcachofa, solo que
más verde (¿hervida con bicarbonato?),
protegida contra las mareas primaverales por una cerca
de… ¿eran durmientes?
(Aquí las cosas parecen irreales.)
Quisiera retirarme y hacer nada
o casi nada, para siempre, en dos cuartos vacíos:
mirar con binoculares, leer libros tediosos,
viejos, gruesos, voluminosos libros y escribir notas inútiles,
hablarme a mí misma y, en días de niebla,
ver resbalar diminutas gotas, densas de luz.
Y por la noche, un grog à l’américaine.
Lo flamearía con un fósforo de cocina
y una hermosa, diáfana llama azul
se reflejaría en la ventana.
Tiene que haber una estufa; hay una chimenea,
ladeada, sostenida por alambres,
y, tal vez, electricidad
—cuando menos, habría otro alambre
para unir todo débilmente
con algo derruido tras las dunas—.
Luz para leer —¡perfecto!— pero imposible.
Y ese día el viento sopló demasiado frío
tanto como para alejarse
y, por supuesto, la casa resguardada por tablones.

De regreso, el otro lado de nuestros rostros se heló.
Salió el sol apenas un minuto.
Solo un minuto, fijo en los biseles de la arena,
monótonas, rociadas, esparcidas piedras
fulgieron multicolores
y las más altas proyectaron largas sombras,
propias: luego, las atrajo de nuevo hacia sí.
Habrían quizá jugueteado con el sol león,
solo que ahora él se hallaba detrás:
un sol que había recorrido la playa en la última bajamar,
dejando la impronta de majestuosas, enormes huellas,
y tal vez habría derribado una cometa tan solo por jugar.

Elizabeth Bishop, incluido en Altazor. Revista electrónica de literatura (1ª época, año 2, julio de 2020, Chile, versiones de Jeannette Clariond).

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