Un antiguo compañero que sólo se dirigía a nosotros
en latín se acerca para advertirnos que las fuerzas
policiales han rodeado el recinto universitario
y han hecho salir con las manos levantadas
a los mejores poetas de nuestra generación.
Las rejas de la facultad están pintadas de un
azul corroído por el sol y por las lacrimógenas.
Los proveedores, en sus camiones, llegan con
la misma puntualidad de siempre al supermercado.
Ningún automovilista se detiene a contemplar
el operativo de la policía. El aire de santiago
está corroído por las partículas en suspensión,
por las vaguadas costeras, por las emisiones
industriales que las autoridades prometieron
erradicar definitivamente hace más de veinte
años. Pero es imposible de traducir al
inglés y los poetas que van subiendo al furgón
policial -los mejores, como dije, de nuestra
generación- serán pronto liberados tras
comprobarse sus domicilios, sesgándoles
las posibilidades de rasgar sus vestiduras y
hablar en contra de la brutalidad policial.
Al abandonar la zona de descargas, los camiones
vuelven a esas avenidas donde el tráfico vehicular
interfiere con el cumplimiento de un itinerario
que el chofer revisa para encontrar el camino más
corto que le lleve de vuelta al hogar sin la necesidad
de cubrirse con cera los oídos (esa mujer que te ha olvidado
tampoco ahora te va a reconocer) y la única sirena que
se escuche sea la de alguna ambulancia cruzando
la ciudad para hacer la última entrega
de una carga que también va de regreso.
Cristián Gómez Olivares en La casa de Trotsky (Ediciones de la Isla de Siltolá, Sevilla, 2011).
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