La mujer más hermosa que he amado nunca salió del umbral iluminado de un taxi y abrió la verja de mi casa. Me lo habían dicho por teléfono: Te va a gustar, si no te gusta, te devolvemos el dinero, pero yo no esperaba verla desabrocharse la ropa en la penumbra con la comodidad de quien ya casi te conoce, caminar de acuerdo hacia un colchón en el suelo, la piel pulida como una almendra y oscura como la mina de un lápiz. Ella me enseñó todo el tiempo que cabe en una hora: el lento girar de la luna llena entre piernas y caderas, los pechos como nubes sobre los que descansaba un pétalo rojo. Y después, un lugar donde la sangre se remansa y conversas con la mano apoyada entre lo más alto de sus piernas, las voces recién nacidas de la complicidad entrelazándose como los cuerpos por la habitación mientras buscas un libro de Rumi, desnudo ante la desordenada biblioteca. Antes de marcharse me enseñó sonriendo una suerte de carnet de identidad en el que la fotografía la mostraba con el rostro cubierto por un velo oscuro. Parecía completamente otra persona. La vi irse de espaldas, colocándose un pendiente con una mano y despidiéndose con la otra, después de haberme dado junto a la puerta un primer y único beso en la boca.
Nacho Fernández, incluido en Pasar la página (Ediciones Olcades, Cuenca, 2000).
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