El sol que argenta todos los edificios de aquí
Se ha deslizado tras una nube y ha dejado el aire antes deslumbrante
Algo menos que azul. Pero todo está claro.
Al otro lado de la calle, unas plantas muertas cuelgan de habitaciones
Desocupadas hace meses, dos calles vacías convergen
En una plaza central y en una colina próxima unas tumbas,
Medio enterradas por un montón de hierbas, parecen unirse
A las casas de las afueras de la ciudad. Una brisa
Remueve el polvo, pasa una o dos páginas, se detiene.
Todos los bulevares tienen una hilera de árboles sin hojas.
No hay perros que olfateen ni pájaros ni zumbonas moscas.
Por todas partes se amontona el polvo: sobre las banquetas y botellas de los bares,
Sobre las estanterías y percheros de ropa de los almacenes,
Sobre los salpicaderos deformados de los automóviles abandonados.
En la iglesia, cuyas puertas enormes, podridas,
Permanecen abiertas, se está fresco; si un visitante decidiera entrar,
Podría relajarse con facilidad, arrodillarse, rezar
O mirar cómo la turbia luz entra por el baldaquino
O pensar en el calor de afuera que no se va,
Que explica quizá por qué no hay gente ahí -quién sabe-
O en el dragón que vio él cuando llegó,
Acurrucado ante la cueva reposando como un saurio,
Y en lo bueno que es ser sobrevivido.
Mark Strand en Tormenta de uno. Poemas (Visor Libros, Madrid, 2009, trad. de Dámaso López García).
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