Vi descender llamas doradas sobre muros de sombra. Esto fue antes de la aparición de los símbolos.
La arcilla ardía en el silencio y, tras la dulzura cercada por imanes, se abrían espacios en los que, más tarde, advertiría la imposibilidad de distinguir la crueldad de la misericordia.
Después, la desaparición fue la única virtud de los rostros amados.
Entré en un tiempo en que mi cuerpo participaba de la luz, que, a su vez, estaba en mí y fuera de mí: eran la fiebre y la revelación en el instante de rasgarse la infancia. Sucedía, entre despertar y no despertar, bajo afiladas ruedas invisibles. La eternidad anticipaba su doblez: no existía, pero era luminosa y temible.
Asistí a la compactación del fuego. Sentí en torno a mí cinturones de espino y la precisión de los cuchillos perdidos en la nieve. Descubrí un abismo en cuyos escarpes se extendían amapolas inmóviles. Aprendí a aullar mientras se rompían vidrios dentro de mis ojos.
Mi juventud fue conducida por relámpagos tecnificados más allá de las flores en su hábito de llamas. Vi, en habitaciones abandonadas, grietas por las que asomaban su cabeza los reptiles del llanto.
Conocí el frío y, más allá de los símbolos, vi huellas judiciales.
Vi también huesos torturados. Por entonces se levantaron en mí las grandes, las inútiles preguntas. Tuve miedo ante la quietud de las cortinas maternas.
Después advertí la belleza de ciertas úlceras y, en el tejido arterial, las tuberías que comunican el placer y la muerte.
Soñé y el sueño era otra vida dentro de mi cuerpo y su argumento consistía en el dolor y el dolor era anterior al pensamiento y se deducía de células enfermas.
Me extravié en esta creación añadida; descubrí que no había más que locura en la relación de los cuerpos.
Pensé otra vez en los torturadores, volví a ver
frutos petrificados por el silencio y, en mis manos, la dentadura de mi padre (fue una extracción de la humedad terrestre). Hube de calcular el valor de la bisutería negra recibida de amantes desconocidos y, un día, se manifestó la melancolía cableada del corazón al intestino.
Vi la pobreza a través del olvido y vi también, una sola vez, el rostro de mi madre sonriendo sobre el algodón y el acero. Una sola vez.
Ésta es mi relación, ésta es mi obra. No hay nada más en la alcoba fría. Fuera de ella, abandonadas, están las cestas de la tristeza, excrementos cubiertos de rocío y los grandes anuncios de la felicidad.
Antonio Gamoneda en Arden las pérdidas (1993-2003 y 2004), incluido en Antología poética (Alianza Editorial, Madrid, 2007).
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