cuando me hallé, caliente de tus manos,
desnuda y con gemido entre los hombres,
era tu propio aliento el que llenaba
mis frágiles pulmones encerrados
hasta ese instante en soledad sin viento.
Era el reflejo de tu rostro en llamas
el que encendía mis pupilas nuevas.
Venía desde Ti, de Ti sabía
tu esencia, tu color y tu figura.
Sabía la razón de mi comienzo,
la cusa de mi carne y el designio
que hizo brotar, precisa, mi simiente
entre infinitos gérmenes frustrados.
Entonces te sabía y me sabía.
Por eso, duro, hermético, borraste
al paso de los días la memoria
de aquel primer instante y me has dejado
como un sediento río que corriera
desde una oscura fuente inasequible
hacia ignorados mares sin orilla.
Ángela Figuera Aymerich en Víspera de la vida (1953), incluido en Obras completas (Ediciones Hiperión, Madrid, 1986).
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