jueves, 26 de marzo de 2009

Poema del día: "Los cuidaniños", de Sylvia Plath (Estados Unidos, 1932-1963)

Hace diez años que fuimos en bote a la Isla de los Niños.
El sol llameaba vertical aquel mediodía en el agua a la altura de Puntamármol.
Aquel verano llevábamos los ojos ocultos tras gafas negras.
Siempre llorando, en nuestros cuartos oscuros, hermanitas oprimidas,
en las dos casas de Swampscott, grandes, blancas, hermosas.

Cuando llegó la niña de Inglaterra, con su piel crema y cosméticos caros,
yo tuve que dormir en el mismo cuarto que el bebé, en su cuna demasiado exigua,
y el niño de siete años rehusaba irse hasta que las listas de su jersey
hiciesen juego con sus calcetines.

¡Qué abundancia! Once habitaciones y un yate
cuya escala de caoba pulida conducía al agua,
el grumete sabía adornar pasteles de seis pisos con escarcha de azúcar.
Pero yo no sabía cocinar, y los niños me ponían nerviosa.
Por la noche escribía mi Diario, mis dedos, rojos,
chamuscados a fuerza de planchar mangas de vuelo y camisas de encaje.
Cuando la esposa deportista y su médico esposo salieron de crucero
me dejaron una doncella llamada Elena, "para que la protegiese", y un perrito.

En tu casa, la principal, se vivía mejor.
Tenías rosas en el jardín, y un jardín para invitados, y una botica de juguete
y cocinera y doncella, que sabían donde estaba guardado el whisky.
Recuerdo tus juegos, con tu vestido de piqué rosa.
En el piano del cuarto de jugar, cuando "los mayores" se iban,
y la doncella fumaba y jugaba al billar bajo la luz verde.
La cocinera era estrábica y dormía mal, de puro nerviosa.
Llegada de Irlanda, a prueba, quemaba siempre las pastas y acabaron despidiéndola.

¡Qué ha sido de nosotros, hermana!
Aquel día libre, las dos llorábamos constantemente
y cogimos un jamón en dulce y una piña de la nevera
y alquilamos el viejo bote verde. Yo remaba y tú leías
alto, con las piernas cruzadas, en la popa, Una generación de víboras.
Y así llegamos a la isla. Estaba desierta:
una perspectiva de pórticos crujientes e interiores silenciosos,
quieta y deprimente como la foto de alguien que ríe,
muerto diez años antes.

Las gaviotas, audaces como dueñas de todo, buceaban.
Recogimos ramas y las espantamos,
luego bajamos la empinada cuesta hacia la playa, y agua adentro.
Pateamos, charlamos. La sal espesa nos animaba.
Aún nos veo, flotando, inseparables: dos muñecos de corcho.
¿Por qué rendija hemos resbalado, qué puerta se cerró?
Las sombras herbosas se inclinaban como manecillas de reloj,
y desde dos continentes opuestos nos llamamos, saludándonos.
Todo ha ocurrido.

Sylvia Plath en Antología (Visor Libros, Madrid, 2003, trad. de Jesús Pardo).

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3 comentarios:

  1. me parecía que estaba leyendo un relato. Muy visual, aunque no es lo que más me gusta de la Plath.
    Besos

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  2. Por cierto, sabes que su hijo se suicidó el día 16 de marzo, sí, sí hace una semana y media.
    Suena a maldición familiar.

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