martes, 21 de octubre de 2008

Poema del día: "Los poetas de siete años", de Arthur Rimbaud (Francia, 1854-1891)

Y la madre, cerrando el libro del deber,
se iba satisfecha y orgullosa, sin ver
en los ojos azules y en la frente combada,
el alma de su hijo al asco abandonada.

Sudaba obediencia durante todo el día;
pese a su inteligencia, con sus tics descubría
algún rasgo secreto de acre hipocresía.
Del pasillo a la sombra, a la tapicería
le sacaba la lengua con los puños cerrados
y brillaban de chispas sus ojos apretados.
Por una puerta abierta, golfo de luz que brilla,
se le veía hipando sobre la barandilla,
estúpido y vencido, solo y abandonado...
Sobre todo en verano era más obstinado;
se encerraba al frescor del retrete: pensaba,
insensible al olor, allí se abandonaba.
Cuando su jardincito, de olores bien lavado,
tras la casa, en invierno, parecía alunado,
tendido al pie de un muro, o en la marga enterrado,
apretando visiones, el ojo deslumbrado,
escuchaba bullir roñosos espaldares
de los niños vecinos que eran sus familiares,
con su mirar medroso y su sucia mejilla,
escondiendo sus manos manchadas por la arcilla
hediendo sus vestidos a caca, avejentados
hablando con dulzura, como idiotizados.
Pero, si descubierto en piedad tan inmunda
su madre se indignaba, la compasión profunda
del niño se volcaba sobre la pobre gente,
y a la madre le daba, la mirada que miente.
Forjaba a siete años novelas de la vida,
espacios donde luce la libertad querida,
¡bosques, soles, riberas, sabanas! -Se ayudaba
de la prensa ilustrada en la que contemplaba,
reír las españolas y las italianas,
mientras, -oscura y loca- vestida de indiana
-ocho años, la hija de la gente de al lado
encima sus espaldas ya había saltado
y en un rincón sombrío sus trenzas sacudiendo,
la tenía debajo y le iba mordiendo
las nalgas, puesto que ella iba sin pantalones.
-Y así, magullado, con puños y talones,
a su cuarto llevaba de su piel los sabores.

En diciembre tenía domingos sin colores,
en los que engominado, encima un velador
de caoba, una Biblia, leía sin ardor.
A Dios no le quería; pero a los hombres, sí,
que con su blusa negra pasaban por allí
donde los pregoneros, redoblando el tambor,
leyendo los edictos, a su alrededor,
hacen que ría y gruña la gente a sus gajes.
-Soñaba la pradera donde los oleajes
pubescentes de oro, inician desde el suelo
su calmo revoltijo, y emprenden el vuelo!

Y como lo sombrío gustaba más que nada,
en su celda desnuda, persiana cerrada,
alta y azul y acre, por la humedad tomada,
leía su novela, sin cesar meditada,
llena de duros cielos y selvas anegadas,
flores de carne en bosque sideral desplegadas,
¡vértigo, terremotos, derrotas, compasión!
-Y, mientras esto hacía, del barrio oía el son-
y solito y echado sobre piezas de tela
cruda, ¡ya presentía, violenta la vela!

Arthur Rimbaud en Poesía completa (Ediciones 29, Barcelona, 2003, trad. de J. F. Vidal-Jover).

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