Mientras estoy aquí sentada en la quieta noche de verano,
de pronto, en la lejana carretera, se oye
el rechinar y el acelerar de un tranvía eléctrico.
Y, más lejos todavía,
el fuerte resoplar de una máquina,
seguido del desgarrado arrastrar de un tren de carga cambiando de vía.
Estos son los ruidos que hacen los hombres
en el largo ajetreo de la vida.
Seguirán haciendo siempre estos ruidos,
aun después que yo me haya muerto y ya no pueda oírlos.
Sentada aquí en la noche de verano,
estoy pensando en mi muerte.
¿Qué pasará contigo?
Verás mi silla
con su brillante cobertor de zaraza
iluminada por el sol del mediodía,
como ahora.
Verás mi mesa angosta
donde he estado escribiendo tantas horas.
Mis perros meterán sus hocicos en tu mano,
preguntando —preguntando—
y pendientes de ti con ojos perplejos.
La vieja casa todavía estará aquí,
la vieja casa que me ha conocido desde el principio.
Las paredes que me han visto jugar:
con soldados, canicas, muñecas de papel,
que me han protegido a mí y a mis libros.
La puerta de entrada estará mirando a los viejos árboles
donde, cuando era niña, jugaba con muertos y con indios;
mirará la ancha vereda de grava
donde yo rodaba mi aro,
y las matas de rododendro
donde cogía mariposas de pintas negras.
La vieja casa te guardará a ti,
como yo lo he hecho.
Sus paredes y sus cuartos te guardarán,
y yo susurraré mis pensamientos y fantasías
como siempre,
en las páginas de mis libros.
Amy Lowell, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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