Hubiera llovido a la menor vacilación de un pájaro. Pero se encontraban demasiado solos para alejar las sospechas de la luz y no tan fuera de mi temperamento como aquello que un ciego es siempre capaz de creer. Por el contrario, aquí y allí, entre las victorias del calor y los laureles que brotaban sin más limitación que un deseo inconfesable, veíanse enjambres de moscas dispersándose como los tipos de un periódico al fin de la jornada. El río del atardecer había torcido tu imagen y no podía ya arrancarla de mi pecho sin verse obligado a optar entre hacerte sonreír o despeñarse o por lo menos sin rodearla de una hierba de injurias prohibida a todos aquellos que no pueden convertirse en esclavos. Piececitos míos motivando tréboles en el discurso de las estaciones, piececitos soleando un poco la vieja carretera y cuya falta elocuente de sandalias forma parte de las gesticulaciones de los árboles que quedan rezagados, a lo lejos, sometidos a la voluntad mal disfrazada del poniente.
Juan Larrea, incluido en Poesía surrealista en español (Éditions de la Sirène, París, 2002, ed. de Ángel Pariente).
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