No es el viento que juega entre los pinos,
ni el arroyo saltando de las cumbres:
es que Hielo, el Voivoda, de patrulla,
pasa revista a sus dominios.
Y va mirando si la nieve
ha cubierto las sendas de los bosques
sin dejar grietas ni resquicios,
si no se ve tierra desnuda.
¿Parecen terciopelo las cimas de los pinos;
están bien los adornos de los robles?
¿Está soldado firme el hielo
sobre ríos y arroyos?
Va de un árbol a otro,
cruje a su paso el agua helada,
y el sol brillante juguetea
sobre su espesa barba hirsuta.
Todo camino es bueno para un mago...
¡Silencio, que nevado, se acerca,
y se encuentra a su lado de repente,
allá a lo alto, sobre su cabeza.
Subido a un alto pino,
golpeando las ramas con su cetro,
con su voz arrogante
entona una canción:
«¡Mira si encuentras alguien, Dária,
como el Voivoda Hielo!
¿Crees que verás nunca un hombre
más fuerte y más gallardo?
Las borrascas, las nieves y la niebla
obedecen a Hielo en todo tiempo;
me voy ahora hacia los mares
a levantar palacios de cristal.
Estoy pensando... Mucho tiempo
ocultaré los grandes ríos
y haré puentes de hielo
como no hacen los hombres.
Donde el agua ligera, rumorosa,
en libertad corría
pasará ahora el caminante,
pasará el arriero con su carga.
Me gusta, en lo profundo de las tumbas,
disfrazar a los muertos con mi escarcha,
detener el fluir de la sangre en las venas
y helar en las cabezas el cerebro.
Para tormento de bandidos
y terror de jinetes y caballos
me gusta, en la alta noche,
hacer crujir y estremecerse el bosque.
Las mujeres, por miedo a los espíritus,
huyen hacia sus casas presurosas...
Burlarme alegremente del borracho
que a caballo o andando hace el camino.
Puedo sin yeso blanquear un rostro,
poner la nariz roja como fuego,
helar barbas y riendas;
¡sigue cortando con tu hacha!
Soy tan rico que ignoro mis riquezas
—las pienso incalculables—
mi reino está adornado
de diamantes, de perlas y de plata.
¡Ven conmigo a mi reino, serás su soberana!
Reinaremos gloriosos en invierno,
mientras todo el verano
nos sumergimos en profundo sueño.
¡Ven, que quiero colmarte
de calor, de caricias!...»
Y el Voivoda, inclinándose hacia ella,
vuelve a agitar su cetro helado.
—«¿Tienes calor ahora?»—
desde el alto del pino le pregunta.
—Ahora estoy bien —la joven le responde
estremecida por el frío.
Desciende Hielo más
y sacude de nuevo el cetro helado
murmurando en voz baja, acariciante:
¿Calor... así? —Sí, rey mío, estoy bien.
Calor... dice temblando estremecida.
Hielo se inclina más,
rozándole la cara con su aliento,
con las agujas blancas de su barba.
Ya junto a ella
¿Tienes calor? —de nuevo le pregunta—
y tomando el aspecto de Prokol
empieza a acariciarla.
Y sus labios, sus ojos y sus hombros
besa el blanco hechicero,
murmurando a su oído las palabras
que hace tiempo Prokol le dedicara.
¡Era tan dulce para ella
abandonarse a sus promesas!...
Cerró los ojos Dáriuska
mientras el hacha le cayó a los pies.
En los pálidos labios de Dáriuska
se mezcla una sonrisa a su dolor,
un blanco polvo cubre sus pestañas,
entre sus cejas brilla el hielo.
Y vestida de escarcha refulgente
está de pie, temblando por el frío.
Sueña con el verano...
todavía hay centeno en la pradera,
pero ya está segado —falta lo más fácil—
los segadores llevan las gavillas,
Dária coge patatas
en el campo cercano, junto al río.
A su lado la suegra —una anciana menuda-
se apresura al trabajo; sobre un saco,
traviesa, alegre, está sentada Masa
con una zanahoria entre las manos.
La telega se acerca chirriando.
Savraska mira hacia sus dueños.
Prokol camina con su andar pesado
tras el carro cargado de gavillas.
—¡Dios os guarde! —Grisucha ¿dónde está?
dice el padre al pasar junto a los suyos.
—En los guisantes —dícele la vieja.
—¡Grisucha! —el padre grita.
Mira después al cielo —¡se hace tarde!...
—Dame un trago que beba. La mujer se levanta,
vierte de la garrafa transparente
un gran vaso de kvas que ofrece a Prokol.
Grisucha mientras tanto ha respondido:
enredado entre ramas de guisantes
parece, alegre, más que un niño,
como una mata verde que corriera.
—¡Corre como una flecha, si parece
que le quema la hierba cuando pisa!
¡Grisucha, negro como un cuervo;
tan solo tiene blanca la cabeza!
Grita bailando la prisiadka,
por collares las ramas de guisantes
que ofrece a la mamá y a la hermanita,
mientras se mueve como azogue vivo.
Pasando luego de la madre al niño
juega el padre con él;
Savraska no está quieto
y va alargando poco a poco el cuello.
¡Ya alcanzó!... Con los dientes descubiertos
come ruidoso los guisantes; luego
con el hocico suave, sin malicia,
coge a Grisucha de una oreja...
Masutka grita al padre:
¿Me llevarás contigo, quieres?
Pero al saltar del saco cae al suelo...
No grites, dice el padre al levantarla.
¿Te has matado?... ¡No es nada!
¡Estas chicas... ya sabes, no me gustan!
Un tunante como este
deberás darme, Dária, en primavera.
¡Cuidado!... La mujer, encendida,
¡confórmate con uno!, le responde
(pero ya siente bajo el corazón
latir un nuevo hijo)... ¡Vamos, Masa, no es nada!
Prokol, subido en la telega,
hizo sentar a Masutka a su lado.
Grisucha se subió de una corrida,
y partió el carro con estruendo.
Una banda de pájaros se alzó
de las gavillas, sobre el carro...
Dária miraba largamente,
los ojos protegidos por la mano,
cómo los niños con su padre
llegaban a la granja envuelta en humo;
le sonreían desde las gavillas
con las caras quemadas por el sol...
Se oye cantar... son aires conocidos...
Hermosa voz la del cantor...
la última sombra del cuidado
se ha borrado en la frente de Dáriuska.
Su corazón volaba tras el canto,
fundiéndose con él...
No hay en la tierra son más dulce
que el que escuchamos en los sueños...
¿Qué dice esa canción? ¡Tan sólo Dios lo sabe!
No he comprendido sus palabras,
pero llena de paz el corazón,
toda la dicha está encerrada en ella.
El destino en sus notas te sonríe
y te promete amor sin fin...
En el rostro de Dária resplandece
una dulce sonrisa.
¿Cómo hubiera alcanzado
el olvido mi joven campesina?
¡Qué importa, ha sonreído!
¿Por qué llorar sobre su suerte?
Nada más dulce, más profundo,
que el reposo que el bosque nos ofrece.
Inmóvil, impasible, se levanta
bajo el helado cielo del invierno.
El corazón cansado no hallará
paz más profunda, libertad más grande.
Cuando la vida pese demasiado
ningún sitio mejor para morir.
¡Silencio! El alma muere
para el dolor y las pasiones,
y sientes, lento, penetrar en ella
este silencio inanimado.
¡Silencio! Mira el cielo,
el sol resplandeciente,
el bosque —maravilla revestida
por escarcha bruñida, como plata,
envuelta en sortilegio misterioso,
inmutable, serena... De repente
se oye un rumor inesperado...
una ardilla que corre entre el ramaje...
Desde el pino que salta hace caer
unos copos de nieve sobre Dária
que fría, inmóvil, no despierta
de su sueño encantado.
Nikolái Alekséyevich Nekrásov, incluido en Poetas rusos del siglo XIX (Ediciones Rialp, Madrid, 1967, selec. y trad. de María Francisca de Castro Gil).
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