Fuga de ideas (Ediciones Vitruvio, Madrid, 2010), de Santiago Gómez Valverde
En realidad, el presente libro debería llamarse 'La vida y otras muertes' (como su penúltimo capítulo), pues trata del confuso plano en que se tocan la vida real, que tiene más de muerte, en cuanto satisfactoria sólo por los fugaces momentos de felicidad, y la verdadera vida, oculta tal vez en el seno de la verdadera muerte.
Así, con desesperada elocuencia, dice su autor:
Abre tus ojos,
por su balcón, mi vida,
quiero tirarme.
¿Adónde? ¿Adónde quiere tirarse? Un poco más adelante, la respuesta indirecta:
Rosa, dibuja
lentamente el fracaso
de tu belleza.
La belleza de la rosa es sólo un pálido reflejo de su verdadera belleza, que se encuentra en ese mundo crepuscular del poeta, al que no puede dar alcance y debe conformarse con intuirlo:
Tontos y sabios
duermen bajo tierra
el mismo sueño.
¿Inconformismo? ¿Radical nihilismo? Los extremos se tocan, pues, como también se dice al principio del libro: “La luz de la memoria es el olvido…”. Por consiguiente, obra de opuestos que encierran la verdad como entre los batientes de una puerta, que sólo se entreabre. Sólo permite un vistazo rápido antes que vuelva a cerrarse delante de nuestros ojos, demasiado sorprendidos todavía para retener la fugaz visión que nos fue otorgada (aunque sí fue suficiente para escribir el libro). Pero ¿dónde se hallan los batientes de esa mágica puerta?
Llueve
sobre el triciclo lento de mi infancia
que yace en la cuneta de mi cuerpo.
Un día eterno llueve,
llueve,
llueve.
En la infancia, pues, se halla el día eterno en que sueña el poeta su paraíso original, del que fue expulsado sin causa ni razón, dejándole ese dolor profundo e indefinido que baña todo el poemario:
Como un escalofrío de eternidad, el mármol
es un hilo que borda el rostro del silencio.
Nuevamente la añoranza de algo que se evapora ante los ojos nada más contemplado y, nuevamente, ese algo se encuentra en la infancia:
Un niño, entre las manos, este instante sostiene,
en su pulso imborrable lo salva del olvido.
¿Es entonces la infancia la única salvación del poeta? Así parece, sobre todo cuando leemos:
Somos la arquitectura que apuntala las ruinas del recuerdo.
Da toda la sensación, la presente obra, de un gran edificio en que se ha operado un absoluto vaciamiento, de tal forma que es recorrido en todas sus estancias por vientos gélidos que, no obstante, a veces traen los ecos de lo que en ellas ocurrió mucho tiempo atrás. Y eso que ocurrió es la verdadera vida del autor, aquella hacia la cual tienden las fuerzas de su alma, las vibraciones de sus sentimientos. A estas alturas, está claro que el poeta se considera un exiliado y sus poemas son poemas de exilio, lo cual dota al libro de universalidad e intemporalidad, pues, ¿acaso es otra cosa el hombre en la presente existencia?, ¿no es esto precisamente lo que lo diferencia del resto de seres vivos sobre el planeta?, ¿en qué sitio lo realmente vivido es algo que no se vivió, como se reconoce en el poema denominado 'Tu risa'?
Y en un banco pensado
dos sombras preteridas eternamente aguardan
a que jamás regreses.
En esta visión de la vida como un viaje en el que nunca sabemos muy bien dónde nos encontramos, la memoria y el olvido juegan al escondite como niños que desearían hallar el refugio que culmina el juego. Pero no pueden, ya que, como se dice en el poema tan justamente titulado 'Instante eterno':
¿Y dónde estaba Dios?
Es éste un libro en que se presiente lo inefable sin llegar a alcanzarse, pero sin por ello negar su existencia. Como si el autor nos dijese: “allá, al fondo del camino, lo trascendente, lo eterno. Pero el hombre es el camino”. Y el camino no se ve a sí mismo, todo lo más devuelve el eco de los pasos del caminante. En este caso, los de Santiago, que intentan reconciliarnos con las sombras: “De un portazo invisible se despiertan los sueños”. Estos sueños son todo y por ello cabría calificar al presente libro de panteísta. Así en el poema: 'Apuntes de Moguer' leemos:
El oído del mundo se abre en forma de tierra
para escuchar la música que la lluvia convoca.
De modo que, después de todo, Dios está en todas partes y por eso no podemos verlo, aunque sí sentirlo. Eso sí, un Dios sin nombre propio, pero sí con el que cada uno le dé para designar su propio e intransferible universo.
Como resumen final de este viaje, en que hemos acompañado al poeta desde la nada hasta el todo, creo lo más indicado citar las siguientes palabras de su poema 'Muerte':
La luz de la memoria es el olvido,
en ella duerme el beso no nacido,
fruto estéril ¡por siempre! De la nada.
Mi alma sueña ¡callad! No se despierte
la eternidad…
¿Qué más se puede añadir?
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