Vivía simplemente como vive la carne.
Viril de sabia nueva, erguía bajo el cielo
su vertical gozosa de rubio adolescente.
Oraba a un dios terrible y aplacaba su cólera
con tiernos recentales y rizadas ovejas.
Nada sabía. Un día, en brusca llamarada
ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos
y se abatió iracunda sobre su pecho núbil.
Y él se encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.
Y se encontró, sin saber cómo, solo.
Con un áspero gusto de limo entre los labios
y un frío desamparo por los huesos y venas.
Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.
Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.
Que habría de quedarse dócilmente en su sitio,
entregarse sin límites al oscuro silencio.
Porque nadie le dijo que las pardas raíces
se trenzarían ávidas a sus miembros helados
bebiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque nadie le dijo que el romero crecía
agarrado a la piedra que pesaba en su vientre
y que el vivo carmín que adornaba la rosa
era más encendido a través de su sangre.
El nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.
Ángela Figuera Aymerich en Víspera de la vida (1953), incluido en Obras completas (Ediciones Hiperión, Madrid, 1986).
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