Altaf Tyrewala consigue con su novela Nigún dios a la vista (Ediciones Siruela, Madrid, 2007, trad. de María Corniero) que nos metamos en la piel de un montón de personajes de su India musulmana. En primera persona, como si fuese un documental, cada personaje va contando a la cámara, mirándonos a los ojos, su parte de realidad. Su realidad y las justificaciones que necesita para poder vivir en esa realidad.
Desde un montón de puntos de vista Tyrewala nos habla de un Islam extraño, poco conocido a los ojos de los occidentales. Para empezar se trata de un Islam moderno que a duras penas conserva algunas tradiciones, cada vez más extrañas a los protagonistas, pero que desarrollan con una inercia casi conmovedora; además, se trata de unos musulmanes y musulmanas en minoría e incluso odiados por la población de religión hindú.
La forma de contar en primera persona, en la que cada personaje que va apareciendo habla directamente al lector, incluso, en alguna ocasión, interpelándole, unido a los asuntos cotidianos que se nos exponen, hacen que sintamos simpatía, incluso ternura, por cada uno de los personajes, sin darnos apenas cuenta de que algunos pueden llegar a ser antagónicos. Pero eso precisamente es lo interesante de este escritor indio: nos muestra al otro, en su pequeñez, en su gloria, en su estupidez, en su amor, en su maldad, sin mediaciones ideológicas o religiosas. Así, es difícil odiar al otro. Pero la realidad interna de la novela no es tan idílica.
En alguna ocasión aparece un narrador, siempre omnisciente, o sea, sabe todo lo que hay que saber de la historia que se cuenta. Lo increíble, y, desde luego, afortunado, es que Tyrewala se permite bromear con esto del estilo novelístico, llamando a uno de sus personajes “El aldeano omnisciente”. Gesto precioso este de darle a un aldeano que se dedica a trabajar de sol a sol (por tanto, se supone, ignorante) el calificativo de omnisciente: en cualquier situación, los protagonistas saben más de lo que suponemos quienes lo vemos desde fuera; hay alguno atrevido que llama incluso alienados a los que viven situaciones de injusticia.
Y en las otras ocasiones en que aparece un narrador, es tan omnisciente, que se permite opinar sobre el comportamiento de los personajes (¿sería mejor decir personas?) de los que habla.
Estas historias que se hilan a través de los personajes que van tomando el relevo dan la sensación de que todo está sucediendo a la vez. Se trata de una forma de contar muy cinematográfica, por cierto. Y el final ayuda mucho más a dar esta sensación de que vemos de manera continuada hechos que se suceden cotidianamente y encadenados entre sí. Y eso que en realidad, esta sensación encierra una trampa: la segunda parte de la novela, que comienza ya en la página 41, quiere ser una vuelta atrás para que nos enteremos de cómo empezó la persecución de los musulmanes, que aún siendo indios, son considerados extranjeros. Pero ese “Así es como empezó todo” termina de nuevo en el “hoy” de la novela, de forma, una vez más horizontal: en realidad, los hechos que dieron origen a todo, aún no han terminado.
Y otra trampa más, a pesar de la linealidad de la historia, con pocas referencias temporales, precisamente para abundar en ello, un personaje, de repente, se refiere al anterior como muerto hace 9 días: el tiempo, aunque es constante, y todo parece suceder a la vez, también pasa. A veces podemos ver en esta novela esas imágenes de M. C. Escher en las que no sabemos si las personas suben o bajan las escaleras, si el agua de los canales está descendiendo o está subiendo.
A pesar de ser una novela (¿quién se atreve a poner hoy límites al arte?) cada capítulo es, en sí mismo, un cuento. Incluso el primero, el segundo o el tercero, en los que en apenas ocho líneas o menos se traza la biografía, casi completa, de los personajes que se autonarran.
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