Pocas veces me he planteado por qué escribo poesía. Tengo dos libros publicados y he participado en diversas antologías. Cuando se publicó mi primer libro sentí algo especial, una realización personal. Pronto pasó. Mi segundo libro me hizo sentir extraño; no consiguió colmar cierta ansia de absoluto, pero me ayudó a descubrir eso precisamente, que escribía por cierta ansia de absoluto.
Descubrir que otros leían y hacían suyos mis poemas me colmaba el alma. Estar, de alguna manera, con otros, era la verdadera satisfacción que encontraba como escritor. Pero recientemente, pasó algo que me hizo descubrir, definitivamente, cual era mi verdadero deseo como poeta.
Buscando en internet páginas donde pudieran haber publicado poemas míos encontré una ponencia de una estudiante de Educación Social de la Universidad de Huelva en la que contaba como se había ido gestando un proyecto para enviar monitores y material a un campo de refugiados saharauis en Argelia. Habían decidido llamar al proyecto Ángeles sin cielo, el título de mi segundo libro publicado. Cuando lo descubrí lloré, lloré durante los minutos que tardé en leer la ponencia. Nunca antes había podido sentir el verdadero sentido de mi poesía. Y no era yo el que le había dado sentido, sino otros, unos jóvenes deseosos de ayudar a los que no tienen nada.
Lo más curioso de este asunto, es que esto había sucedido al margen de mis buenas relaciones con el mundo de la solidaridad con los saharauis, la única nación árabe (hoy sometida y tiranizada por el Reino de Marruecos) de habla hispana, el único lugar en el mundo donde nuestra entrañable peseta sigue siendo una moneda de curso legal. Estos jóvenes solidarios, cuando nombraron su proyecto, no sabían que yo era amigo de algunos de los poetas de la autoproclamada Generación de la amistad, un encuentro de poetas saharauis exiliados en nuestro país que escriben su poesía en castellano.
Quiero, desde aquí, darle gracias a estos jóvenes de la Universidad de Huelva por haberle dado sentido a lo que escribo.
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