Como aire en la piel, frescura de yates anclados,
un manchón blanco, arrojado allí;
fresco como una muchacha a la cita,
con nombres de seda, Suzy, Yvette, o Gaby,
besados por el agua, sus quillas
conversando alegremente.
Será hermoso verles zarpar
de la orilla, mar adentro,
haciendo descender la brisa con sus dedos, inclinándose
como inclina el músico sobre su violín la mejilla
—ese extraño reposo de los fuertes—
y la velocidad les contendrá como una leyenda.
Terrible es su perfección; y la suya yo vi
como a las nubes que cubrían a Solent
en mi niñez; todas esas velas que se hunden
tiempo atrás, en la mente aún medio dormida;
blancos visitantes de las islas,
corredores sobre el césped de los ríos.
Lo que nos piden sus perfiles, su velocidad de conquistadores,
impresa en sus cuerpos de pájaro,
es el éxtasis, que saboreemos la vida como un plato
magnífico, de azar, de astucia en el timón,
de libertad: algo
contradictorio dentro de lo humano
me impele a buscar un río distante, una mujer distante
que pasa con la cabeza erguida:
la carrera comienza, y me lleva consigo...
quizás sea que hemos nacido con el deseo
de llorar la huida de las velas
y las alas.
Bernard Spencer, incluido en Antología de poetas ingleses modernos (Editorial Gredos, Madrid, 1963, trad. de Jesús Pardo).
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