Nadie sabía el nombre.
Tal vez Juan
o Antonio, o cualquier cosa, o nada,
que el nombre no hace al hombre.
Andaba
por el mundo sin sombra,
o sombra solamente, tan delgada y anónima
que ni la luz se estremecía.
¡Alto!
Le venía la voz del aire. Y se paraba
hasta que otro silbido o timbre le movía.
Era un agua de nieve, ausente y confiada:
nieve de la memoria, transparente resumen
¿hacia dónde? ¿hacia la mar? Morir.
¡Su carnet, por favor!
Se encontraba desnudo,
en vergüenza, sin nombre, sin papeles
que acreditaran que era todo un hombre legal,
inscrito en los registros.
¡Queda usted detenido!
El mismo se extrañaba
de ser como era,
que era como no ser, como no estar en nada.
Ni vegetal siquiera, que la planta se arraiga
y siente el tirón del alma de la tierra
y su tierna osadía.
"¡Qué gran señor!", decían
los que tenían coche de sábado a domingo
y fuertes lavadoras de grandes vientres blancos,
televisión, neveras y cocinas eléctricas
de ensortijadas lumbres.
El no tenía nada.
Solamente, rendida,
como una mujer ancha y parturienta,
una butaca pobre, con su olor, tan usado,
junto a la ventana clara
por la que se entraba el mar paciente y triste;
y un libro absurdo con estampas antiguas.
Caminaba despacio.
¡Dirección prohibida!
¿Por quién?, se preguntaba, y en silencio
seguía, sin sentirse, sin saberse,
entre timbres, silbidos y roncos estertores.
Con los ojos cerrados y el corazón parado
se entregaba al amor los lunes por la tarde,
cuando llovía azul
y el cielo se quedaba desangrado y sin pulso.
Victoriano Crémer en Lejos de esta lluvia tan amarga (1971), incluido en Poesía (1972-1984) (CSIC, Madrid, 1984).
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