miércoles, 10 de diciembre de 2008

'Contraluz, la nueva novela de Sara Rosenberg', un artículo de Ricardo Senabre


Esta escritora argentina, Sara Rosenberg, posee ya una apreciable trayectoria literaria en la literatura narrativa –con tres novelas publicadas– y en el mundo del teatro, aunque siempre se ha movido en círculos minoritarios. Probablemente no será nunca una autora 'popular', conocida, seguida y jaleada por la publicidad –crítica o abiertamente propagandística– que catapulta y sostiene nombres irrelevantes. Pero se trata de una excelente escritora, que se toma en serio la literatura y que habla de asuntos vivos, conocidos de cerca, que no pueden dejar de afectarnos y que la autora sabe trascender para dejar al descubierto un motivo nada contingente que atraviesa sus obras y da sentido a las acciones: la esencial fragilidad del ser humano.
     El fondo de la historia se relaciona, como en otras novelas, con los crímenes de la dictadura argentina, con las torturas y desapariciones de miles de personas, con los tentáculos extendidos a otros países para perseguir también allí, a menudo con la ayuda de ciertas autoridades, a refugiados políticos y disidentes considerados peligrosos: “Los periódicos decían que había más de cien mil mercenarios de los servicios de inteligencia distribuidos por todo el mundo” (p. 89).
     En Contraluz (Ediciones Siruela, Madrid, 2008), la desaparición en Madrid de uno de estos argentinos, Jerónimo Larrea, que dirige una compañía de teatro –y que recuerda el caso de la mujer desaparecida en Un hilo rojo (Espasa-Calpe, Madrid, 2000), otra novela de la autora–, permite inmediatamente desplegar una oscura trama de conflictos en los que la persecución política se mezcla con turbios intereses económicos de los que casi ningún personaje sale indemne. Únicamente la mirada de Griselda, lúcida a pesar de su alcoholismo, proporciona las claves que permiten intuir la verdad. Arrostrando toda clase de engaños y presiones, incluido su internamiento en un sanatorio psiquiátrico y el tratamiento a que la somete un médico sin escrúpulos, Griselda buscará las pruebas que permitan denunciar a los responsables directos e indirectos de la muerte de Jerónimo.
     Su entereza moral, reforzada por el recuerdo permanente de personajes teatrales –en obras que van desde la Antígona, de Sófocles, hasta El balcón, de Jean Genet–, es acaso una muestra de que la victoria sobre la mezquindad, el envilecimiento y la crueldad que presiden las relaciones humanas en un sistema político represor y dictatorial no se alcanza sin más tan sólo con alejarse del territorio, sino que únicamente es posible gracias al refugio de la literatura y sus modelos de vida. Éste es el soporte básico de Griselda, lo que contrarresta su fragilidad, mientras que otros personajes igualmente débiles dan entrada al miedo y a la traición –como sucede con Checo–, a la pura y simple ambición personal –caso del doctor Barber– o bien a vergonzosas inhibiciones.

     El personaje de Griselda está construido, sin duda, con numerosas vivencias personales, y seguramente también algunos de los otros. Pero el trasfondo autobiográfico de la novela, con su considerable carga de denuncia, no condiciona ni menoscaba su interés como relato, porque la injusticia, la represión y la angustia ante la falta de libertad son problemas que pueden encarnarse en multitud de seres humanos de cualquier época y en cualquier país.
     Lo que cuenta, sobre todo, es la convincente plasmación narrativa de todo ello mediante una articulación eficaz de los materiales de la historia y de los personajes secundarios –Federico, Charo, Teresa, los tenebrosos Fiordo y Martínez–, todo ello servido con una prosa dúctil, no tejida a base de clichés y a menudo sorprendente por sus novedades expresivas, ya desde la primera línea del texto: “Ese año viajaron a Buenos Aires para asistir al entierro del padre de Jerónimo […] Fue un viaje con olor a flores muertas, sudor de condolencias y caras viejas” (p. 11). O bien: “Como si los objetos pudieran devolverle algo de él, revolvió los cajones, los vació, y se fue encontrando con las capas geológicas de esos veinte años: una absurda acumulación de papeles, carretes, rosas viejas…” (p. 53). Lo que hace tres cuartos de siglo se llamó literatura comprometida sólo merece atención cuando, como ocurre en este caso, el compromiso está supeditado a la literatura.

Ricardo Senabre (artículo cedido por Harold Alvarado Tenorio, director de la revista Arquitrave, publicado originalmente en la revista El Cultural)

2 comentarios:

  1. Siempre es enriquecedor conocer nuevos autores. Estupendo el artículo de D. Ricardo (paisano mío).

    Un abrazo.

    Soledad.

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  2. Pues sí, la verdad. Por cierto, ¿al final no viniste al evento madrileño de anoche? Recité yo, jejeje.

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