Aunque no soy católico
escucho atento cuando las campanas
en la torre de ladrillos amarillos
en la nueva iglesia de ellos
suenan botando las hojas
suenan sobre la nieve en ellas
y por la muerte de las flores
suenan espantando los zanates
hacia el Sur, el cielo
ennegreciéndose con ellos, suenan
trayendo al nuevo beibi de Mr. y Mrs.
Krantz que no puede
por la gordura de sus cachetes
abrir los ojos bien, y suenan
sacando al loro de su aro
celoso del niñito
suenan trayendo la mañana
del domingo y la vejez que suma
lo que resta. ¡Que suenen
sólo suenen! sobre el cuadro
del joven sacerdote
en la pared de la iglesia anunciando
la Novena de San Antonio de la semana
pasada, suenen para el joven
cojo vestido de negro con
las mejillas hundidas con
un sombrero hongo, que corre
a misa de once (los racimos
de uvas colgando todavía
de las parras del vecino
Concordia Hall como dientes
quebrados en la boca de un
viejo). Suenen suenen
para los ojos suenen para
las manos suenen para
los hijos de mi amigo
que ya no puede oírlas
sonar, pero sonríe
y habla en voz baja de
la decisión tomada por
su hija y las proposiciones
y las traiciones de los
amigos de su marido. ¡Oh campanas
suenen únicamente por sonar!
¡Por comenzar y terminar
de sonar! Suenen suenen
suenen suenen suenen suenen
¡campanas católicas!
William Carlos Williams, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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