Las caricias no dejan marcas; los golpes sí. Todas las relaciones de propiedad -es decir, de poder
desigual- se definen mediante los golpes, reales o figurados, que marcan un territorio como propio:
el marido machista, la fuerza colonial, el animal predador. De hecho, la propia historia de la palabra
-”marca”, del protogermánico “marko”- asocia el término a la práctica de trazar líneas, lindes,
límites para ceñir y apropiarse un espacio. Marca quiere decir: “esto es mío”. Los perros marcan su
territorio, los ganaderos sus reses, los esclavistas a sus esclavos. Los nazis a sus prisioneros. Las
multinacionales sus mercancías. “Marca registrada” es casi un pleonasmo, pues la marca registra
sobre el objeto el sello indeleble del beneficiario último -el propietario- de toda operación de
compra venta.
Cuando hablamos de “marca España” no debemos olvidar esta relación con el golpe y con la
propiedad: con el golpe predador, con el golpe expropiador. Lo contrario de una marca, escribía
yo hace tiempo, es un nombre. Los enamorados, al contrario que los prisioneros, tienen nombre.
Las cuatro vacas del campesino, al contrario que las cien mil reses del terrateniente, tienen nombre.
Nuestro gato, al contrario que nuestro coche, tiene nombre. Nadie utilizaría un diminutivo para
dirigirse a una batidora; nadie llamaría Cecilia y menos Cecilita a una batidora, por muy útil y
necesaria que sea, y todos, en cambio, ponemos nombre a nuestros peluches, a nuestras barcas de
pesca y hasta a nuestras cucharas de palo: porque son íntimos, duraderos y particulares y tenemos la
esperanza de que respondan a nuestra llamada. El que golpea disuelve la personalidad del agredido
en un epíteto insultante (cabrón, puta); el que acaricia afirma el cuerpo así bendecido con un
apelativo sagrado (Marta, Luis).
Los nombres, lo sabemos, son problemáticos; son también territorios en disputa. Pero, al contrario
que las marcas, son “lugares comunes” para el acuerdo y la diferencia. El paso del nombre a la
marca -por ejemplo, a través de la oficina de patentes- implica la descolectivización del término y
la privatización del objeto. “España”, por ejemplo, es un nombre conflictivo que puede producir
orgullo cuando gana la Roja y un enorme desasosiego cuando se piensa en las víctimas de Franco
enterradas aún en las cunetas. España es un nombre incómodo que habrá que rescatar de los que la
han convertido en una “marca”; es decir, en un territorio marcado por los golpes, delimitado, como
una finca privada, como el agujero en el que un perro ha enterrado su hueso, por alambre de espino
y orina maloliente.
Puede parecer extraño que haya sido precisamente la derecha la que ha convertido la España
“ideológica”, imperial, católica y nacionalista, en una marca comercial. Esta desideologización
económica quizás abre una posibilidad inesperada para revisar la historia y recuperar una parte de
su contenido desde la democracia y el Derecho -y desde la memoria de los apaleados en todas las
batallas. Pero en todo caso, y a poco que prestemos atención, resulta bastante coherente que los
que reivindicaron siempre expulsiones, conquistas y dictaduras sigan marcando hoy, en tiempos
mercantiles y financieros, los lomos de España. Que España sea una “marca” quiere decir que
sigue siendo “marcada” por sus propietarios; no nombrada por el pueblo soberano, como dice la
Constitución, sino señalada a golpes por los que creen haber registrado su patente en las leyes
naturales del dominio de clase.
Como bien sugiere el título de este libro, la marca España está marcando los cuerpos de los
españoles. Es decir, la estafa que llaman “crisis” (y que, por ejemplo, ha duplicado bajo el gobierno
de Rajoy la riqueza en el Ibex de los seis españoles más poderosos, entre ellos Amancio Ortega,
Florentino Pérez y Emilio Botín) tiene el efecto de un pincho o un puño de hierro en la vida de los
ciudadanos. La marca España marca a los españoles, como a reses o a esclavos, con el sello ígneo
de sus propietarios. Políticos, bancos y multinacionales venden España y los españoles se llenan
de llagas y moratones -tatuaje doloroso de nuestra condición súbdita, de nuestra falta radical de
soberanía.
Sólo hay dos formas de comprender un país: descomponerlo trabajosamente o atraparlo
milagrosamente. Decía el gran escritor ruso Vladimir Nabokov que “la poesía no es la disciplina de
los conceptos abstractos sino de las imágenes concretas”. Como estamos atrapados en un mundo de
abstracciones -desde la propaganda política a los reclamos publicitarios- nada es más necesario y
más difícil que producir imágenes concretas. A eso se dedican la buena poesía y la buena fotografía
(la mala poesía, como la mala fotografía, son tan abstractas como un mítin electoral). Sólo se puede
pillar por sorpresa, de milagro, de la manera más concreta, la realidad escondida o deformada o
incluso invertida en las relaciones abstractas de todos los días. La perspicacia de este libro, y su
potencia reveladora, tienen que ver con este yacimiento de concreciones visibles desenterrado
por las magníficas fotografías del periodista alemán Reiner Wandler, corresponsal en la España
de la crisis, y los poemas de 52 grandes poetas españoles, enviados especiales a las entrañas de
la realidad. Las fotos de Wandler como los poemas de Antonio Crespo, Antonio Orihuela, Félix Grande, Antonio Gamoneda, Jorge Riechmann o Laura Casielles (entre tantos otros) nos ponen
delante de los ojos las evidencias cercanas que los videntes (ocupados siempre en las grandes
constelaciones) no vemos. Devolver la vista a los ciegos es algo relativamente fácil que la ciencia
a veces puede hacer. Devolver la vista a los videntes es más complicado y sólo los poetas, con sus
cámaras cautivas o sus palabras cosidas, pueden lograrlo. Salvar a los ciegos es un acto humanitario
o médico; salvar a los videntes es el mínimo y fundamental acto político en un mundo en el que las
abstracciones nos ciegan.
¿Qué marcas deja la marca España? He aquí -en este libro- el catálogo de todas esas sombras
medievales, cuerpos escurridos, basureros disputados, golpes policiales y miseria bautizada, pero
también el de las protestas, los gritos, las demandas, los brotes de dignidad que componen esta
España concreta y verdadera que reclama hoy visibilidad y soberanía. Este libro muestra las marcas
tristes que deja la marca España, pero también la rabia viva que se rebela contra ella. Queremos una
España de nombres y caricias. Este hermoso y duro libro, a su modo, la invoca y la anticipa.
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