Si no me amas mato a mi padre.
Lo dejaré caer escaleras abajo y veré
cómo su cráneo añoso se descorre precipitado
entre pequeños hilos
Miraré lo que siempre he deseado, su memoria.
Los conductos
que llevaban a su cabeza la vida y hacían de él un títere,
una máscara. Máscara terrible que amaba y me sometía al yugo.
Su cuerpo ha de correr sin otro movimiento que no sea
el de mi impulso, mi fuerte impulso
que no ha de ser espiado por nadie.
Ese día, impecable, revestido de una sobriedad que no he usado
nunca,
observaré cuidadosamente los hábitos del hogar.
Este mecanismo
borrará toda sospecha de mi ardid.
Mis hermanos dirán: «Se portó como nunca, presentía su muerte. Lo amaba, lo amaba mucho,
deben ser terribles las horas en su corazón».
La desprendida cabeza de mi padre, diré, no debe ser enterrada,
debo regalarla a cualquier vagabundo para que sus ojos brillen
en las calles. Quizá yo mismo haga un viaje de mar y la deposite,
obsesionado, en el radiante césped de Wembley.
Cumplida mi hazaña,
lloraré contigo en un soleado campo de otoño;
serás mía a través de mi padre.
Un poco antes de emprender mi fuga
cambiaré los trajes de mi padre muerto por ginebra.
En el bar de los húngaros quedarán sus abrigos, sus zapatos
y un flux que pretendió lucir, al cual mi hermana, por burla,
le fue rellenando las mangas con los bagazos de las manzanas.
Mi padre asesinado
no podrá espiar mis borracheras,
no podrá ver
mi joven cadáver de treinta y ocho años.
La noche de mi muerte
nos reuniremos apenas un minuto en el cielo;
yo pasaré a la inmensidad
y habrá de comenzar la desdicha.
Huiré a Orion.
Mi padre redescubre una historia donde pasan las sombras
de una noche mágica.
Su frenesí ha de radicar en que me he separado
de los hombres:
no más Carlos Noguera,
nada en las tinieblas tendrá que ver con Luis Cornejo,
no habrá tampoco flores para mi hermano en Pensilvania.
Olvidaré las rutas,
la fragancia de las cervezas en el bar del Gato,
la piel de Sary que aparece dichosamente en mis ojos.
No añoraré nada. Los campos del sur, pienso,
fueron el estímulo de esta ebriedad que no tiene nombre.
Oh, padre,
no más el agua rosada de su vientre,
nada de Marina, nada de mi juventud, nada padre
viajará contigo a la muerte.
Tu cabeza ha de vivir
y la recordaremos en el otoño. Yo, ausente, en tus ojos
miraré la crueldad que proclama el cielo.
Oh, padre,
mi juventud no vendrá de nuevo al hogar,
seremos infelices olvidando aquella música que derrotó
nuestros corazones.
La tierra será prudente como tu nombre.
José Barroeta en Todos han muerto (1971), incluido en Poesía venezolana. Antología esencial (Visor Libros, Madrid, 2005, selec. de Rafael Arráiz Lucca).
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