Seis minaretes sobre tu palacio, Constantino. Patas de elefante que marcharon sobre ti. Al presente, los minaretes parecen lápices a lo lejos pero fueron mamíferos laboriosos en sus mejores tiempos. Pobre de ti, San Constantino. Nunca más rezarás a la Virgen donde se han hincado varios sultanes por siglos y siglos. Todos los hombres que violaron tu palacio responden al nombre de Mustafá. Fue culpa de Sinan, el arquitecto —alguna vez cristiano— de los otomanos. Sinan, el jenízaro. Sinan, el que imprecó a la cruz para construir estos seis minaretes para Ahmed I, aquel que no asesinó a su hermano Mustafá (aunque digan todo lo contrario). Seis minaretes para desafiar a La Meca y brindarle una peregrinación falsa a los empobrecidos como los de Mauritania y, tal vez, los jariyíes de Argelia. Siete minaretes tiene La Meca pero en aquí hay mosaicos que trajeron desde Iznik, la pequeña Roma. Uno de ellos ha perdido el brillo. En un candil hay un huevo de avestruz que impide la entrada a las telarañas. Solamente uno para tanta ventana ciega. Hay alfombras tejidas a mano. Sus tonos pajizo y verde esmeralda emulan a los tulipanes porque Alá es un tulipán en árabe. No hay ni una silla rota. Hay cien Coranes. Hay mujeres. Las que están enveladas. Mujeres lavadas con agua pura para rezar por cuarta vez en el día. Lavadas sus manos, lavados los brazos hasta el codo, lavada la boca, lavado todo su rostro y lavados los pies. Lavadas en agua pura tres veces. Cuando se lavan la nariz es para poder oler los lugares del Altísimo. El almuédano está por llamarlas. Orar es mejor que soñar. Todos los corazones en la Mezquita Azul son reales, laten siguiendo una misma pauta antediluviana. La oración es más duradera que el sueño.
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