Pesadamente cargados como guerreros victoriosos
volvemos diariamente de nuestro huerto a casa.
A las verdes hordas de las coles las hemos liquidado,
hemos separado sus gruesas cabezotas del cuerpo con un afilado cuchillo
y las hemos puesto en cestos.
El risueño abanico de las zanahorias lo arrancamos cuidadosamente,
y luego cosechamos los sangrientos soles de los tomates.
Bajo fértiles bosques de hojas dentadas
estallaron los pepinos como peludos dedos de niños.
Ahora nadan en recipientes de cristal
para ofrecer a nuestros paladares avinagrada dulzura en invierno.
De las flores de mariposa de las judías verdes surgieron
arqueados barcos vikingos con minúsculos rosarios de escudos en la borda
(vagamente camuflados bajo la tensa piel de la vaina de los guisantes).
Hibernan ahora en panzudos frascos de cristal.
La frías flores de la coliflor, atildadamente apretadas como el ramillete
de novio de los años noventa
se mezclan con redondas cebollitas y minúsculos pepinillos en el frasco.
El colinabo se yergue a medio camino de la tierra
en su afán de servicio y fastidiosa riqueza vitamínica.
Lo dejamos sin ceremonias en el rincón más oscuro del sótano
donde sabremos encontrarlo de nuevo
cuando los días se hagan cortos y oscuros.
Pero las patatas, fértiles como un chino del distrito del hambre,
las cogemos a cientos, sí, a miles, de la tierra de nuestro huerto.
Porque la patata, ese curtido proletario de nuestros sótanos,
resucita cada día dorada y humeante
convertida en el sólido centro
en torno al que se unen el arenque salado y la jarra del agua
sobre el hule de nuestra mesa.
Inger Hagerup en Flukten til Amerika (1942), incluido en Poesía nórdica (Ediciones de la Torre, Madrid, 1999, ed. y trad. de Francisco J. Uriz).
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Muy interesante, rico expresivamente. Gracias
ResponderEliminarSi, es un acierto.
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