Nada pudo pararte.
No el mejor de los días. No la calma. No el océano meciéndose.
Seguiste adelante con tu muerte.
No los árboles
bajo los que paseabas, no los árboles que te daban su sombra.
No el médico
que te advirtió, el joven médico de pelo blanco que una vez te salvó.
Seguiste adelante con tu muerte.
Nada pudo pararte. No tu hijo. No tu hija
que te alimentaba y que volvió a convertirte en un niño.
No tu hijo que pensaba que vivirías para siempre.
No el viento que agitó tus solapas.
No la quietud que se ofreció a tus movimientos.
No tus zapatos que se volvieron más pesados.
No tus ojos que se negaron a mirar hacia delante.
Nada pudo pararte.
Te sentaste en tu cuarto mirando a la ciudad
y seguiste adelante con tu muerte.
Ibas al trabajo y dejabas que el frío se colase en tu ropa.
Dejaste que la sangre empapase tus calcetines.
Tu rostro se volvió blanco.
Tu voz se rompió en dos.
Te inclinaste sobre tu bastón.
Pero nada pudo pararte.
No tus amigos que te daban consejo.
No tu hijo. No tu hija que vio cómo menguabas.
No la fatiga que habitaba en tus suspiros.
No tus pulmones que acabarían llenándose de agua.
No tus mangas que arrastraban el dolor de tus brazos.
Nada pudo pararte.
Seguiste adelante con tu muerte.
Cuando jugabas con niños seguías adelante con tu muerte.
Cuando te sentabas a comer,
cuando te despertabas por la noche, bañado en lágrimas, tu cuerpo sollozando,
seguías adelante con tu muerte.
Nada pudo pararte.
No el pasado.
No el futuro con su clima benigno.
No la vista desde tu ventana, la vista del cementerio.
No la ciudad. No la terrible ciudad con sus edificios de madera.
No la derrota. No el éxito.
No hiciste nada salvo seguir adelante con tu muerte.
Acercaste el reloj a tu oído.
Sentías cómo te ibas yendo.
Te tumbaste en la cama.
Cruzaste los brazos sobre tu pecho y soñaste con un mundo sin ti.
Con el espacio bajo los árboles,
con el espacio en tu cuarto,
con los espacios que ahora estarían vacíos de ti,
y seguiste adelante con tu muerte.
Nada pudo pararte.
No tu respiración. No tu vida.
No la vida que quisiste.
No la vida que tuviste.
Nada pudo pararte.
Mark Strand en Aliento (Ayuntamiento de Lucena, Córdoba, 2004, trad. de Julián Jiménez Heffernan).
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a menudo el impulso propio mantenido es más fuerte que todo
ResponderEliminarLo curioso es que parece que la responsabilidad de la muerte sea del muerto, eso me lleva a pensar que se hizo daño, tal vez era alcoholico, o se dejó ir sin lucha...en todo caso y a pesar del título, no parece una elegía.
ResponderEliminarYa lo siento, pero es por no alargar las lecturas, pero es que este poema forma parte de una serie que debería leerse completa. En el catálogo encontrarás los dos primeros y próximamente publicaré el resto.
ResponderEliminarUn saludo.
ok, resuelto el misterio, los buscaré en el catálogo.
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