descolgando;
de raíz en raíz, a latigazos,
por debajo de mi sombra
y de las narices del topo
me despeño, solo,
a lo largo del ojal de mi zapato,
a lo ancho de mis tristes pulgas,
abandono, sin querer, lo inmenso,
como huye la mancha de luz
de una torre vencida,
como se desboca el ingenuo río
perseguido por su vertiente;
caigo, a empellones,
a martilladas y codazos,
lluvioso como esa alcantarilla
a la que nadie llora;
desciendo de resta en resta
por los centavos del aire,
con mi cuervo en el ojo
y mi medio pañuelo,
vencidamente,
a fuerza de gravedad,
cayendo
por el hilo de mis silencios,
por el trapecio de la araña que
se desplomó de tedio:
cayendo,
por el peso de mis huesos contrincantes,
por el lodo cardíaco
y sus decimales;
rasgando el aire entre mis uñas,
en picada por el oído en polvo de mis pasados;
asombrado, moribundo, de bruces, descalzo.
Instalado en mi fila de nadie he venido
para ver este espectáculo de arqueología
en que, desmoronado de mí, ingenuote,
apunto a fondo las córneas
y me estrello en la vida
como esa inmensa bala
que disparé frente a mi espejo.
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