Contemplas
los despojos de un siglo que murió entre placeres. Todavía el hedor de sus sótanos y el rumor de sus fiestas incendian las ciudades.
Ved el espacio en llamas, la combustión del aire: los edificios de los cuarteles y de las catedrales; el fulgor del dinero
y su oleaje sobre el horizonte; ved
el corazón de piedra
de la ciudad, sus inmensas fortunas
trasladadas de una página a otra de la Historia por los mismos esclavos.
Todavía se adoran en los templos sus dioses, y las leyes —incluso las que nos ofrecieron libertad—, conocedoras de que nuestras costumbres seguirían haciéndonos cautivos, son las mismas.
Nos disfraza el pasado con sus más bellos trajes
y el tiempo, que convierte en leyenda la sangre de los héroes,
nos miente. Imprecisas imágenes, ambigüedad de formas
giran en la memoria. Las flores
hierven movidas por el aire, y un agreste paisaje
se remansa en los prados. Como música antigua,
la luz gastada por la arquitectura
se desliza en los muros. Los pálidos colores
con que oculta el pasado su derrota
iluminan el templo.
En las ruinas,
queda una claridad de yeso mordida por la muerte; caen del tiempo los copos de una ceniza enferma. Y en tus ojos, que celebran lo efímero, arde la soledad de toda gloria.
Diego Jesús Jiménez en Itinerario para náufragos (1997) (Ediciones Cátedra, Madrid, 2001).
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