Se llamaba José, sencillamente;
como la yerba del prado se llama humildemente yerba;
sin Don, sin Excelencia.
Solamente José, Obispo.
Y tal la yerbecilla
siente brotar de improviso a su costado una amapola,
a él, sin quererlo, con asombrado regocijo de su alma,
le había crecido una amatista entre los dedos.
Y no sabía como había sido el milagro
ni qué otra cosa podía hacer con ella
sino dársela a las pobres gentes que pedían paz
y un poco de amor
y un rincón en la tierra, donde morir.
Porque existían hombres -él lo sabía-
que no tenían donde caerse muertos,
ni quien les tendiera una mano con amatista
para besarla.
(Hombres con mucha tristeza dentro
y con mucho dolor en las palabras.)
Pero buenos
como buenas criaturas de Dios.
-Éste es Pedro, el carrero
y aquél otro Damián, el metalúrgico...
Para darles
a besar su amatista; para sentirles
llegar al corazón por el calor del beso:
así cada tallo conoce por sí mismo
el fresco jugo de la tierra.
Ya sólo le quedaba su amatista. Y le pesaba
como si le pendiera de la mano un astro frío,
o todas las bocas de sus pobres gentes
tuvieran hambre de ella.
Un día
a Pedro y a Damián y a tantos otros,
que no se llamaban ni Pedro ni Damián,
ni José, como él, a secas,
se les ennegrecieron las palabras,
se les revolvió en lo hondo la tristeza,
y sobre las luces de la mañana
la sangre de los hombres puso una sombra negra.
Para salvarles a todos -a Pedro, a Damián;
para salvarse él mismo-,
el Santo Obispo se dejó arrastrar hacia la muerte
con su amatista fría entre los dedos.
Victoriano Crémer en Furia y paloma (1956), incluido en Poesía (1944-1972) (CSIC, Madrid, 1984).
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