en una cálida isla
poblada de negros —sobre todo.
Allá se construyó
un bote y un cuarto aparte
a la orilla del agua
para un piano en que practicaba—
por pura terquedad
y firmeza de propósito
empeñándose
como inglés
en emular a su amigo español
e ídolo —el clima.
Allá aprendió
a tocar la flauta —no muy bien?
De allí fue expulsado
—del Paraíso— para probar
la muerte que el deber brinda
tan delicadamente, tan gota a gota,
con un aire tan noble
que lo esclavizó toda su vida
desde entonces.
Y él dejó atrás
todos los recuerdos curiosos que vienen
con conchas y huracanes,
los olores
y los ruidos y las miradas vagas
que los latinos saben pertenecen
al tedio y las largas tórridas horas
y los ingleses
jamás entenderán —a quienes
el deber ha señalado
con mención especial— con
un trópico propio
y con sus propias aves de alas pesadas
y flores que vomitan la belleza
a medianoche.
Pero el latino ha desviado el romance
a un propósito frío como hielo.
Él nunca ve
o poco
lo que derretía las rodillas de Adam
hasta volverlas gelatina y desesperación —y
las exhibía de una manera pontifical.
Por debajo de los susurros
de las noches tropicales
hay un susurro más tenebroso
que la muerte inventa especialmente
para los hombres nórdicos
a los que el trópico
ha llegado a agarrar.
Hubiera sido suficiente
saber que nunca
nunca nunca nunca llegaría
la paz como el sol llega
en las cálidas islas.
Pero había
un infierno negro especial además
donde mujeres negras esperaban acostadas
a un muchacho.
Desnudo en una balsa
podía ver las barracudas
esperando castrarlo
como decían.
Las circunstancias tardan más.
Pero siendo él inglés
aunque no había vivido en Inglaterra
desde que tenía cinco años
nunca regresó
pero miraba siempre impasible
el fin inevitable
sin parpadear —sin doblegarse—
al Ángel de la Muerte
que iba callado a la boca del infierno
a buscar una tarjeta de identificación,
dándole agua a la posteridad
un pasaporte británico
siempre en su bolsillo,
en mula por Costa Rica
comiendo patés de hormigas negras.
Y las damas latinas lo admiraban
y bajo sus sonrisas
se lanzaban los puñales de la desesperación
—a pesar
de tan completa prueba,
hallaban su corazón inglés invulnerable
bajo el rosado acero. El Deber
el ángel
que con el látigo en la mano...
—a lo largo de la tapia del paraíso
donde estaban sentadas y sonreían
y le chasqueaban sus abanicos
a él—
Él no tuvo jamás sino el único hogar
clavándole los ojos en el ojo
impasible
y con paciencia—
sin murmurar, silenciosamente
un desesperado invariable silencio
al inapresurado fin.
William Carlos Williams, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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