El choque de las bolas de billar
lanza los plomos en el espacio azul
entre el Serrador y el Monroe.
Los que aman la tarde, en los pequeños hoteles sospechosos,
jamás permanecen solos: oyen el tallar de la tiza en los tacos,
el estruendo de las turbinas en el aeropuerto
y la imprecación de las gaviotas en el terraplén.
Juntos y sudorosos, sus nucas apoyadas en altas cabeceras,
los amantes escuchan, en la ardiente tarde, la sangre en las venas
esclerosadas del viejo
que en una banca del parque público,
sueña que es un viejo sentado en la
tarde en un parque público.
Los gritos desgañitados de los vendedores ambulantes suben por las fachadas
de los edificios,
y los suspiros y metáforas de los amantes se mezclan
con los ruidos de los aparatos eléctricos, del aire acondicionado
y con el súbito vacío del basurero.
¿Cómo amar así, escuchando la fermentación de los residuos de aliche
infiltrados en las caries de los clientes de las loncherías,
entre los gritos de asesinada de la vieja actriz
y el crecer de las pestañas postizas en el salón de belleza?
Maniquíes deteriorados, los amantes siguen amándose.
Sus brazos y piernas se entrelazan
como cordelería de amianto.
Las cuatro de la tarde en el reloj de la Mesbla:
las bolas de billar entrechocan
con los objetos de la cama y la mesa
como soles en la hierba.
Lêdo Ivo en Finisterra (1972), incluido en Las islas inacabadas (UAM, Ciudad de México, 1985, trad. de Maricela Terán).
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