¿Qué se hizo del tiempo?
Hay palios en las sombras, y en el muro preguntas convertidas en flores.
Agonizan los lirios en umbrías y pórticos.
Junto al agua los clérigos
se enlazan a sí mismos, y las novicias dejan
sus pechos, de puntillas, asomados al sueño. Y hay casullas fenicias
y voces olvidadas cuyos lejanos
ecos los devora la hierba. Huelen a sacristía y celofán los pétalos
de las hortensias y de las azucenas. El azogue del tiempo
párase en los espejos de los ríos y en los remansos queda
dibujada su música.
Hay párrocos portátiles y pontífices ciegos;
y hay teólogos viudos y frailes destruidos
en cuyas frentes resplandecen pequeñas y brillantes
armaduras solares, inocentes destellos
de miseria encendida.
Arden las luces de la tarde; el resol que ilumina
este trozo de Historia labrada en la pared no es ajeno al cadáver
que la niebla silencia. Ni el estío o la nieve,
ni la lluvia o los vientos son ajenos
a la piadosa corrosión que los siglos
distribuyeron en la escena.
Hay sermones y oficios
de oro y piedras preciosas; voces de plata y ecos conventuales
que todavía piden resignación, ofrecen
eternos paraísos para el que la bondad suponga
aceptar el dolor: la construcción de un mundo
en el que el rico aumente sus riquezas y, de entre sus bienes nazca,
real, con dinero y con armas,
un dios propio, colérico, dispuesto a que en su nombre
crucen las páginas de la Historia
desbocados caballos, estandartes y halcones, y águilas altísimas
que escriban sus capítulos.
La autoridad,
en cuya dentadura brillan
fusiles inconcretos, bajo el púlpito asiente. En los collares de sus hembras se
consumen
leves jaculatorias de escayola, letanías de yeso, sueños
traspasados de muerte. Flores
de envenenada escarcha, inviernos de deshonra
que todavía brillan sobre la hiedra
adornan la pared.
En el jardín, sobre su estatua mutilada, el seráfico arcángel,
con helada tristeza
contempla al caballero
ahogado en su destino. Un bosque
de ortigas y silencio va borrando la escena. De sus cenizas, hoy,
se alimentan las flores, la claridad de todo cuanto en estos bosques, origen de
la vida,
es silencio.
Diego Jesús Jiménez en Bajorrelieve (1990) (Ediciones Cátedra, Madrid, 2001).
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