jueves, 24 de enero de 2019

Poema del día: "Su’ad se ha ido...", de Ka'b bin Zuhayr (Arabia Saudí, siglos VI-VII)

Su’ad se ha ido, y mi corazón hoy está consumido,
cautivado por sus huellas, no rescatado, encadenado,
Pues ella, la mañana de la separación, cuando partieron,
no era más que un antílope, de mirada esquiva, alcoholada.
Esbelta al acercarse, de amplias nalgas al girar,
no puede reprochársele que sea alta o baja.
Enseña dientes blancos como la nieve si sonríe
se diría que humedecidos en vino una y otra vez,
un vino rebajado en agua helada, en el recodo puro
del lecho de un torrente, al mediodía, puesto al ábrego luego,
filtrado por el aire, que se lleva su impureza,
anegado después en una lluvia caída
de nubes nocturnas, venidas de la blanca sierra.
¡Pobre Su’ad! Si hubiera sido fiel a sus amigos,
a los que rindió promesa, o si hubiera aceptado el consejo!
Pero es una amiga con una sangre revoltijo de aflicción,
falsedad, promesas rotas y cambios de amigos.
No permanece como está, pues cambia, como el gul,
el color de su atuendo, ni persevera
en la promesa que hiciera: es como el cedazo,
que no retiene el agua para nada.
Las promesas de Urqub son en ella proverbiales,
pues son promesas como mentiras, ¡futilezas!
Anhelo y espero que se acerque su afecto,
pero no sueñes que nos va a conceder tal regalo.
No te dejes engañar por lo que desea y promete,
quíá, las esperanzas y los sueños son solo desvarío.
Su’ad llegó de tarde a una tierra a la que no llegan
sino camellas nobles, pura sangre,
de paso quieto y acompasado.
Y no le dará alcance más que la dromedaria pesada
que responda al cansancio con galope y trote.
Es de estas camellas cuyas orejas sudan copiosas,
y cuyo objeto es la senda ignota, de huellas borrosas.
Las mira aventadas con ojos de onagro solitario
y salvaje cuando los suelos son ásperos y las dunas arden.
De peto ancho, gruesas las patas, tiene un carácter
muy superior al propio de las hijas del semental.
De cuello ancho y largo, robusta, fornida, amachada,
de amplios costados, con una piel de tortuga marina,
no le hinca el diente, en sus costados soleados,
ni la garrapata famélica. Enorme y magra,
su hermano es su padre, de una raza
de nobles camellos, y su tío paterno
es su tío materno, de largo cuello, ágil.
Le anda la pulga sobre su pecho brillante y lustroso
y sus flancos le hacen saltar.
Es un onagro, falsamente acusada de carnes prietas,
su codo está separado de las costillas altas,
y es como si su nariz y quijadas fuesen,
más allá de los ojos y del punto de degüello
una piedra oblonga de amolar.
Agita su rabo como una palma de palmera deshojada,
con mechones, sobre una ubre pequeña
que los pezones no han echado a perder.
Es de aquilina nariz, con sus orejas de pura casta:
a quien la ve no se le oculta su nobleza evidente,
de mejillas suaves, corre sobre sus ágiles remos,
como lanzas, adelantándose a quienes salieron antes,
y casi perdona andar tocando el suelo.
Sus patas, morenas por los tendones,
dejan los guijarros esparcidos,
y no las protege de los cantos de los alcores
pezuñera alguna, esos días en que el camaleón
los pasa erguido, como si sus costados se cocieran
al rescoldo del fuego. De esos en que
de las partes sobresalientes de la tierra
se elevan brillos cegadores
que imponen torpor y distanciamiento.
Entonces, sus remos delanteros, en su movimiento alterno,
cuando sudan y se cubren de espejismos las colinas
—cuando el guía de la caravana dice a la gente,
entre oscuras langostas que patalean
sobre los guijarros: «Echad la siesta»—,
parecen los brazos largos de una mujer hermosa que,
al alzarse el día, se pusiese en pie
y la replicaran otras madres afligidas.
Gime, se retuerce y carece, desde que le anunciaron
la muerte de su primogénito, de toda entendedera.
Con las palmas se desgarra el pecho, y su camisola,
destrozada, pende de sus costillas.
A sus costados se precipitan los calumniadores, y dicen:
«Tú, hijo de Abi Sulma, date bien por muerto»,
y todo amigo en cuya amistad confiaba me dice:
«No te buscaré por cierto, tengo ocupaciones
que de ti me alejan». Dije entonces:
«Fuera de mi camino, bastardos,
¡todo lo que decreta el Compasivo está hecho!».
Todo hijo de madre, por más que dure sano y salvo,
un día habrá de ser portado en parihuelas.
He sido informado de que el mensajero de Dios me amenaza,
pero el perdón, del enviado de Dios, es cosa de esperar.
¡Poco a poco! Sírvate de guía quien te dio el Corán,
libro lleno de admoniciones y explicaciones en detalle.
No me tomes de boca de los que me calumnian,
pues no soy culpable, por más que abunden sobre mí diretes.
Porque me encuentro en un lugar que,
si lo ocupara un elefante, y escuchase lo que escucho,
se estremecería de terror y seguiría espantado
hasta recibir del Profeta, con permiso de Dios, la protección.
(Así estaba yo) Hasta poner mi diestra, para no quitarla,
sobre la mano del seguro vengador, cuya palabra es ley.
Pues es más terrible para mí el hablarle —se me había dicho:
«Te indagará y preguntará tu genealogía»—,
que a un león, de los que viven en el corazón de Azzar,
en lo más espeso del bosque,
que sale de mañana, y alimenta a sus dos crías,
con un pan que es carne humana desmembrada y polvorienta.
Un león que, cuando confronta a un igual, no puede,
en virtud de su ley, sino dejarlo derrotado.
Por cuya cuenta, el onagro permanece silencioso,
y los cazadores de dos y cuatro patas no recorren el valle.
En el que el valiente aparece devorado,
sus armas y su túnica desperdigadas.
El Profeta, en verdad, es una luz que todos buscan,
una de las espadas de Dios, desenvainada.
Entre la turba de los Qurayshíes, dijo uno de ellos,
en el corazón de La Meca, cuando se convirtieron al Islam:
«Idos». Marcharon todos, y solo quedaron los flojos,
los que carecían de escudo para el encontronazo
o que montaban malamente, los sin espada.
Son héroes de nariz altiva, cuyos vestidos,
tejidos con punto davidiano, en la liza son corazas.
Brillantes, holgadas, enfiladas las anillas,
como si fueran las ramas de un qafa’a, bien prietas.
No se alegran cuando sus lanzas alcanzan a sus enemigos,
ni pierden la calma cuando son heridos.
Andan con el paso de camellos claros,
y su mandoble les protege,
haciendo huir a los negros chaparrotes.
Las lanzas no caen sino sobre sus gargantas,
porque no rehuyen zambullirse en las albercas de la muerte.

Ka'b bin Zuhayr, incluido en Poesía árabe clásica (Titivillus, Internet, 2017, selec. de Alfonso Bolado).

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