martes, 17 de noviembre de 2015

Poema del día: "La tumba de una madre (1829-1830)", de Alphonse de Lamartine (Francia, 1790-1869)

Cansados los ojos de vigilias y lloros,
cual guerrero vencido que va a arrojar las armas,
un día decía al alba: En vano vas a brillar;
natura engaña a la vista por sus maravillas,
y los cielos teñidos con tintes bermejos
                 sólo sonríen para burlarse.

Nada es cierto, nada es falso; todo es falacia.
Sueño, ilusión que vana esperanza alarga.
Las únicas verdades, hombres, son los dolores.
Ese destello en los ojos que llamamos vida,
centelleo que muy poco deslumbra al alma,
                 y que va alumbrar fuera.

Más abrimos los ojos, más la noche es profunda,
Dios es una ilusión para explicar el mundo,
un oscuro abismo hacia donde el ser se lanzó,
y todo flota y cae igual que el polvo
que en tolvaneras por la árida carrera
                 eleva el pie de un insensato.

Me decía; y mis ojos veían con deseo
a los que han recibido una vida insensible
y ningún sueño llega a perturbar su descanso;
al surco, a la peña repasaba mi vista,
y esta mirada decía: A la bestia, a la piedra,
                 ¿por qué no ser igual?

Y esa mirada, errante como ojos de piloto
que pregunta la vía al abismo que flota,
de repente se paró fijada a una tumba.
¡Oh tumba!, caro sustento de un amargo dolor,
do la hierba sagrada que cubre a mi madre
                 crece por los lloros de la aldea.

Allí, cuando el ángel velado con perfil de mujer
exhaló su alma como luz de Dios,
igual que al soplar una vela al amanecer;
a la sombra del altar que adoraba siempre,
yo mismo le cavé una estrecha morada,
                 una puerta para otra estancia.

Ahí duerme en su esperanza aquella sonrisa
que a mis ojos buscaba cuando todo expira,
la fuente del corazón, el seno que me hizo,
ese seno que me ofreció leche y ternura,
los brazos que eran la cuna de las caricias,
                 la boca que me dio todo.

¡Ahí duermen sesenta años en un solo pensar!
De una vida para hacer únicamente el bien,
de inocencia, de amor, de esperanza y pureza,
tantos deseos ante su Dios repetidos,
tanta fe en la muerte, tantas virtudes tiradas
                 en pago a la inmortalidad.

Tantas noches sin dormir para cuidar el dolor,
tanto pan guardado para ayudar al pobre,
tantos lloros prestos a unirse a otros lloros,
tantos vivos suspiros hacia otras patrias,
y tanta paciencia en llevar una vida
                 cuya corona estaba más allá.

¿Y esto por qué? Para que un hoyo en la tierra
consuma para siempre a un ser incesable.
Para que esos viles surcos fuesen abonados.
Para que la hierba que recubre su tumba
crezca, bajo mis pies, más espesa y más verde.
                 Un poco de ceniza bastaría.

No, no, para alumbrar tres pasos en esta tierra
Dios no habría creado esta inmensa luz,
esta alma de largo alcance, de épica labor.
Sobre esta fría losa la mirada en vano muere,
¡oh virtud!, tu aspecto es más fuerte que la tumba,
                 y más evidente que la muerte.

Y mis ojos, convencidos del gran testimonio,
se alzaron de la tierra, dejando la nube,
y mi triste corazón fue a tapar su llama.
¡Feliz aquel a quien Dios da una madre santa!
La vida es dura en vano y la muerte amarga,
                 ¿quién puede dudar ante su tumba?

Alphonse de Lamartine, incluido en Antología de la poesía romántica francesa (Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, ed. de Rosa de Diego, trad. de Vicente Bastida).

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